Baja para comenzar
Quinn corría por el bosque, atravesándolo con rapidez y facilidad. Había amanecido, aunque las cumbres del este aún no dejaban ver los primeros rayos del alba. La luz que se proyectaba era tenue y fría, y lo teñía todo de tonos grisáceos. Quinn empañaba el aire con cada respiración comedida.
En los bosques indómitos que cubrían como un manto tupido los cerros de la Foresta Oriental no había caminos que seguir. Los helechos y la hiedra ocultaban rocas revestidas de musgo, troncos putrefactos y raíces enroscadas, pero Quinn se sentía como en casa, más que en cualquier ciudad o pueblo. El terreno accidentado no podía frenarla. Tan ligero era su paso que, pese a su velocidad, no eran muchos los montaraces demacianos capaces de rastrearla, y todos habían entrenado bajo su tutela.
Quinn detectó movimiento a su derecha, se agazapó rápidamente en el sotobosque y permaneció completamente inmóvil. Sus ojos destellaban con un brillo dorado. Mantuvo una mirada impasible, intensa, atenta.
Durante diez respiraciones, no movió ni un músculo, oculta entre la maleza. Detectó movimiento de nuevo y tensó el cuerpo... hasta que vio a un ciervo astagrande. Se trataba de un ejemplar de dimensiones considerables, con unos cuernos que debían de medir fácilmente dos brazas. El pelaje de la criatura ya había empezado a cambiar; se había vuelto más pálido y plateado a la espera de la inminente llegada del invierno.
Según decían, era un buen presagio avistar a un astagrande. Quinn no sabía si era o no cierto, pero decidió creerlo. En los tiempos que corrían, Demacia necesitaba tantos augurios positivos como fuese posible.
Durante los últimos meses, Quinn había estado ayudando al Undécimo Batallón a perseguir a los magos rebeldes, envalentonados por Sylas de Dregbourne, el asesino del rey, por las zonas silvestres al norte de Demacia. Sin embargo, contaban con muy pocos montaraces, y la fuerza del Undécimo no radicaba en dar caza a un enemigo fugaz que no se paraba a pelear. Se produjeron escaramuzas y enfrentamientos continuos, pero era como tratar de atrapar el humo.
Quinn perdió a tres montaraces en esas semanas, y sus muertes la dejaron destrozada. Precisamente por ello, no le sentó nada bien que ordenasen su retirada de la persecución de los magos rebeldes y le encomendasen escoltar a Garen Crownguard y a un destacamento de la Vanguardia Impertérrita durante una misión diplomática allende las fronteras de Demacia. Debía reunirse con ellos en tres días, en la cara sur de las Montañas Colmiverduzcas.
No parecía el momento adecuado para tal ejercicio, y Quinn hubiese preferido asignar la misión a uno de los oficiales a su mando; a Elmheart, tal vez. No obstante, en el mandato, entregado por un lancero raudo, se especificaba su nombre.
Aunque el sello de la Gran Mariscal Tianna Crownguard tampoco admitía réplicas.
Quinn observó al ciervo gigante durante un instante más antes de levantarse. El astagrande la vio entonces. Se mantuvo firme, impasible.
—Honor y respeto, noble —dijo, asintiendo con la cabeza.
El camino hasta las Montañas Colmiverduzcas era largo, pero el cielo estaba despejado. Confiaba en llegar al punto de encuentro antes del momento acordado.
El sol, al fin, se dejaba entrever por encima de las cumbres. Sus rayos dorados se colaban entre el follaje y salpicaban el suelo con motas de luz cuando el viento cambiaba. Había un olor familiar, aunque distante.
Humo.
Un chillido agudo atravesó el aire matutino. Quinn advirtió a Valor por encima del follaje, a través de las ramas de los inmensos abetos.
—¿Qué ves ahí arriba, hermanito? —exhaló.
El águila de azurita dibujó dos círculos volando y se tornó hacia el este, como una flecha azul intenso que pretende atravesar el sol naciente. Sin pausa, Quinn se volvió y la siguió.
Poco después, se encontraba en lo alto de un risco, desde donde se abría una extraña brecha entre los árboles que revelaba un valle más abajo. Estaba parcialmente despejado, y se podía ver el ganado repartido por los campos de piedra seca. En otras circunstancias, aquella hubiese sido una vista tan pintoresca como apacible, pero Quinn no podía apartar la mirada de la columna de humo que salía de la oscura silueta de una cabaña. Su expresión se tornó más seria.
Empezó a descender hacia el valle por la pendiente pronunciada.
Quinn rodeó con cautela la humeante cabaña. Recordaba que los bandidos encendían fuegos como este para atraer a objetivos desprevenidos, de modo que no pensaba acercarse hasta asegurarse de que no era una trampa.
Llevaba la ballesta preparada, y las saetas cargadas. Era un arma única, fabricada con mimo. Aunque carecía de la potencia de una ballesta tradicional, podía usarla con una sola mano, en movimiento y sin necesidad de recargar tras cada disparo. Para Quinn, valía diez veces su peso en oro.
Frunció el ceño cuando advirtió una serie de huellas en la tierra. Había habido mucha actividad cerca de la cabaña durante el día anterior, pero ahora la zona parecía estar abandonada. Quinn se acercó con precaución, ballesta en mano.
Era una construcción modesta, pero era evidente que se había levantado con esmero. Abrió de par en par la pesada puerta principal, aún en llamas y sujeta a las bisagras, y cruzó el umbral.
Encima de una mesa de madera dura, ennegrecida por el fuego, había un jarrón de cerámica muy sencillo con un puñado de flores marchitas. Del marco de las ventanas colgaban lánguidamente los restos de unas cortinas cosidas a mano, prácticamente consumidas. Quinn se fijó en que las cortinas estaban corridas y las contraventanas, las que habían sobrevivido, cerradas. El fuego había comenzado al caer la noche.
Quinn advirtió unas pequeñas hendiduras talladas en la madera de una puerta de roble gruesa. De pronto, le vino a la mente un recuerdo que creía olvidado: sus padres hacían algo similar para tomar nota de cuánto crecían su hermano y ella.
Esta no era una cabaña de caza en desuso, sino una vivienda familiar.
Las sillas y los armarios estaban volcados o, directamente, destrozados. Habían registrado todos los cajones, y su contenido estaba repartido por el suelo. No quedaba nada de valor. En la pared sobre la chimenea, vio la silueta descolorida de un escudo.
Al volverse, la luz del sol que se colaba por un agujero en el techo calcinado hizo resplandecer algo entre las cenizas. Se arrodilló para examinar el objeto —una moneda, tal vez— encajado entre la chimenea y la tarima ennegrecida. Quinn enfundó la ballesta e intentó sacarlo de la grieta con ayuda de su cuchillo de caza. Lo más probable es que se le hubiese caído a alguien y lo hubiese dado por perdido. Ella solo se había percatado porque el calor de las llamas había curvado el entarimado.
Al final, consiguió sacarlo: era un escudo plateado, pequeño, con el emblema de la espada alada de Demacia. En el reverso, unas palabras grabadas: Malak Hornbridge, Tercer Batallón. Demacia honra tus servicios.
Era un escudo conmemorativo, un obsequio otorgado a las familias de los soldados que caían en acto de servicio. Quinn había entregado unos cuantos a padres y cónyuges afligidos.
Se guardó el medallón en el bolsillo —no le parecía bien dejarlo entre los restos— y continuó registrando la cabaña. En lo que claramente era el dormitorio, que se había salvado de lo peor del incendio, unas delicadas guirnaldas tejidas colgaban de las vigas sobre la cama de mayor tamaño.
En un rincón, encontró una cama más pequeña, como de un niño, dada la vuelta. Entrecerró los ojos cuando se arrodilló junto a ella. En la tarima, donde una vez había habido una cuna, vio unas marcas dibujadas con carbón. Los símbolos eran primitivos; no se parecían en nada a los motivos habituales en Demacia. Sobre las runas, se habían colocado intencionadamente huesos y pequeños guijarros. Trató de no alterar ninguna de las líneas dibujadas. Sin embargo, no era la primera vez que Quinn veía esas runas...
El penetrante alarido de Valor, en las alturas, la apartó de la extraña e inquietante visión que tenía delante. Intentando no hacer ruido, Quinn volvió a la estancia principal y apoyó la espalda contra la pared. En un rápido vistazo, miró a través de una de las ventanas quemadas.
Una figura encapuchada y envuelta en una capa se acercaba a la cabaña, seguido por un sabueso de color gris. El animal profirió un gruñido grave, pero lo hizo callar enseguida.
Sin hacer ni un ruido, Quinn se escondió en la sombra que proyectaba la puerta principal. El hombre accedió al interior de la cabaña y se quedó inmóvil, como un ciervo paralizado bajo la atenta mirada de un depredador.
—¿Estás ahí, jefa? —preguntó a la habitación, en apariencia vacía.
Quinn sonrió.
—¿Qué me ha delatado?
El hombre se volvió y se quitó la capucha. Tenía el aspecto de alguien que pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, con el rostro bronceado y la barba corta pero despeinada. Al otro lado del umbral, el perro gimoteó contento. —Las águilas de azurita no son muy comunes hoy en día —explicó con una sonrisa burlona.
—Llevas razón —reconoció Quinn.
—Me alegro de verte, jefa.
Quinn salió de la cabaña y se puso de rodillas sobre la tierra para acariciar al perro. Había pasado un año desde la última vez que vio a Dalin, el guardián de las Colmiverduzcas, y a Rigby, su fiel can.
El guardián informó a Quinn de la situación. Llegó a la cabaña una hora antes que ella y, tras examinar rápidamente los alrededores, salió en busca de vecinos a los que poder interrogar.
—Anoche, un leñador vio a un grupo moverse entre los árboles, como a un kilómetro hacia el valle —dijo Dalin, señalando en esa dirección—. Si no hubiese habido luna llena, no habría podido ver nada. Parece que eran saqueadores.
—Prender fuego a una cabaña no es muy buena forma de pasar desapercibidos —destacó Quinn. Rigby se tumbó boca arriba y la miró con ojos llenos de entusiasmo.
—A lo mejor, les preocupaba más avisar de su presencia que intentar pasar desapercibidos, ¿no? O quizá incendiaron la cabaña para desviar la atención mientras escapaban —Dalin miró por encima del hombro—. Ten cuidado, creo que alguien se está poniendo celoso.
Valor la observaba fijamente desde la rama de un árbol muerto.
—Valor sabe que es el amor de mi vida —dijo refiriéndose al águila de azurita y sonriendo, mientras le rascaba enérgicamente la tripa al perro—. ¿Se han visto bandidos por la zona últimamente?
Dalin negó con la cabeza.
—La cosa ha estado muy tranquila hasta ahora. Los disturbios que se extienden desde la capital han hecho que cunda el pánico entre los aldeanos, pero la presencia abrumadora de soldados ha obligado a la mayoría de bandidos a esconderse. Supongo que algo es algo. Tengo entendido que has estado muy ocupada en la zona oeste. Son tiempos difíciles.
—Mucho —convino Quinn. Apretó la mandíbula y cambió de tema—. Aquí vivían la viuda de un soldado y una criatura. ¿Sabemos dónde pueden estar?
El guardián la miró un instante, negó con la cabeza y se rio.
—No debería extrañarme que hayas sido capaz de deducir todo eso —dijo—. La mujer se llama Asta. Su marido murió en un enfrentamiento con los magos cuando atacaron la gran ciudad. Vivía con su hija —se volvió para contemplar la cabaña y suspiró—. No he visto nada que indique que se produjese un baño de sangre, pero la cosa no pinta bien.
—¿No tenían amigos o familiares cercanos que pudiesen darles asilo?
—Parece que no —dijo Dalin—. La mujer es extranjera. Muy reservada. El marido era de Lissus, al oeste. No tenían familia en la zona.
—¿Extranjera?
—De una de las naciones independientes del este. Nadie conoce exactamente su procedencia.
Quinn gruñó y se puso de pie. Se dio la vuelta, considerándolo, y dirigió la mirada hacia el bosque. Caminó hasta la arboleda, estudiando el terreno a su paso.
—Aquí —dijo, deteniéndose. Dalin fue hasta ella, que le señaló una serie de huellas confusas que se solapaban—. Salieron del bosque y se detuvieron aquí.
Dalin se agachó y asintió con la cabeza.
—Al principio, pensaba que estaban esperando el momento oportuno para acercarse —dijo—. Pero luego vi estas huellas.
Quinn rodeó las marcas que Dalin había señalado, procurando no pisarlas y borrarlas.
—Otro par, más pequeñas que el resto —murmuró—. La viuda y su hija.
—Sospecho que les plantó cara y, luego, saquearon la cabaña y le prendieron fuego —Dalin entrecerró los ojos—. No he encontrado las huellas de la mujer volviendo a la casa...
—Porque no volvieron —afirmó Quinn con una expresión sombría—. Diría que se las llevaron, tanto a ella como a la cría. ¿Ves eso? Las huellas de la niña desaparecen aquí. Alguien la tomó en brazos.
Miró de nuevo hacia la cabaña.
—Pero los saqueadores tampoco se acercaron a la casa. Los autores del incendio vinieron por el otro lado. Es posible que se repartiesen en dos grupos antes del ataque.
Dalin se cruzó de brazos, pensativo.
—Eso no es todo —dijo—. No sé si será cierto o no, pero un individuo de la zona cree que la mujer era... diferente. Una maga.
Quinn recordó las runas dibujadas en el suelo, bajo la cuna de la niña. Parecían una especie de superstición arcaica, no hechicería... Aunque no podía saberlo. Esa no era su especialidad.
—Se rumorea que los saqueadores eran aliados de Sylas —prosiguió Dalin—, y que vinieron a reclutarla. Eso explicaría que no haya indicios de un enfrentamiento, pero ¿por qué quemaron la cabaña?
Quinn frunció el ceño. Había algo que no encajaba en todo este asunto.
—Podría haber sido por venganza —musitó—. Su marido luchaba contra los magos. A lo mejor, querían devolvérsela de algún modo.
—¿No era suficiente con matarlo?
Quinn se encogió de hombros.
—Sea como fuere, pienso encontrarlos —dijo Dalin—. Deben de estar a medio día, pero, si van con la niña, dudo que avancen demasiado.
Quinn miró al sol, midiendo el tiempo y la distancia que le quedaba para encontrarse con Garen. Llegaría por los pelos, pero...
Esa mujer, Asta, había enviudado a causa del conflicto con los magos y, para colmo, todo indicaba que la habían secuestrado. No podía ignorarlo.
—Te acompaño —afirmó—. Si los cálculos no me fallan, deben de ser al menos cinco. Vas a necesitar ayuda.
—Me alegra que nos hayamos cruzado, jefa.
—Más vale que salgamos ya —dijo Quinn—. Y no me llames así.
Técnicamente, como caballera montaraz, Quinn tenía un rango superior al de Dalin, pero la jerarquía y los títulos honoríficos nunca habían sido de su gusto.
—Tú mandas, jefa —dijo Dalin con una sonrisa irónica, perfectamente consciente de cuánto la incomodaba eso—. ¡Vamos, Rigby! ¡Andando!
Rigby se colocó junto a su dueño, con la lengua fuera, mientras Valor atravesaba los árboles volando a baja altura.
La majestuosa águila de azurita adelantó a los dos montaraces, plegando sus anchas alas para evitar las ramas. En tan solo un instante, había desaparecido en la distancia. Unos minutos más tarde, Quinn y Dalin lo vieron posado sobre una rama, esperándolos. El águila los observó impertérrita desde su posición. Una vez los perdió casi de vista, retomó el vuelo, zigzagueó a una velocidad cegadora y los adelantó nuevamente.
No era muy difícil seguir el rastro de los forajidos, sobre todo contando con el olfato de Rigby. Eran cinco los individuos que se habían llevado a la viuda, y no hicieron ningún esfuerzo por cubrir sus huellas. Prefirieron la celeridad al sigilo. Los montaraces los siguieron hasta un risco al norte, en dirección a un valle aledaño de vegetación exuberante. El rastro desaparecía hacia el este, siguiendo un arroyo de aguas heladas que serpenteaba desde las montañas.
Quinn y Dalin corrieron durante horas para tratar de recortar distancias. A medida que subían por la falda, el terreno era cada vez más elevado. No dijeron ni una palabra; solo se detuvieron para comprobar si iban por el camino correcto. Rigby brincaba alegremente de un lado a otro en esos momentos, olisqueando entre la maleza, mientras Valor lo observaba en la lejanía.
Cuando el sol acababa de pasar su cénit, Quinn se detuvo y se puso de rodillas sobre la tierra blanda que había junto a unos peñascos. Estaban cubiertos de musgo, pero a uno le faltaba un trozo: seguramente, a causa de una bota descuidada. Quinn lo inspeccionó y cogió algo de una roca plana.
—Han hecho un alto aquí —sentenció—. Diría que hace una hora, aproximadamente. Quizá algo más.
—Nos estamos acercando —dijo Dalin mientras se sentaba, respirando profundamente. Rigby había aprovechado para refrescarse en el arroyo próximo mientras Valor lo observaba—. Los alcanzaremos al atardecer.
—Tiene que ser antes —dijo Quinn apretando los puños, visiblemente frustrada—. Para entonces, ya habrán cruzado la frontera.
—¿Crees que intentan salir de Demacia?
Quinn se encogió de hombros. Sacó una galleta pasada de su bolsa, mordió la mitad y le lanzó el resto a Dalin. Este la atrapó hábilmente y asintió en señal de agradecimiento. Las raciones no eran lo mejor del mundo, precisamente —es más, Quinn pensaba que el serrín tenía más sabor—, pero les servían de alimento. Un momento después, partió otra galleta y se la lanzó a Rigby. El pálido perro la atrapó al vuelo y la devoró en un abrir y cerrar de ojos.
—Podría ser... —dijo—. Si quisiesen esconderse, lo mejor hubiese sido poner rumbo al norte. Tardaríamos semanas en peinar la zona, con tantos precipicios y barrancos.
Dalin siguió masticando la insulsa galleta, pensativo.
—La frontera más cercana está a medio día en dirección sur —dijo—. Y es imposible que puedan cruzarla. Las puertas llevan cerradas a cal y canto desde el asesinato del rey. Por aquí no hay más que acantilados escarpados y torres de vigía.
—A menos que haya otra ruta que no conozcamos —dijo Quinn. Miró al perro, que ahora jadeaba al lado de Dalin—. ¿Crees que tu dueño puede seguirnos el ritmo, Rigby? ¿O deberíamos abandonarlo?
El animal la miró con curiosidad, inclinando la cabeza hacia un lado.
Dalin resopló.
—Muy graciosa —espetó.
Entonces, se puso en pie dejando escapar un gruñido.
Al poco rato, Quinn y Dalin se encontraban sobre un risco, con vistas a un barranco. Una enorme columna rocosa se elevaba sobre el follaje a lo lejos.
—Allí —dijo Dalin, señalando.
Había un grupo de personas rodeando la circunferencia de la columna. A tanta distancia, era casi imposible distinguir nada, parecían hormigas, pero era evidente que llegarían a la frontera antes que los montaraces.
—Si consiguiésemos adelantarlos, podría frenarlos —dijo Quinn.
—La única forma de hacer eso sería si... —empezó a decir Dalin, pero se detuvo cuando vio a Quinn mirándolo fijamente, con una media sonrisa.
—Ah —dijo—. Claro...
Con ayuda de Valor, Quinn pudo alzar el vuelo. Las afiladas garras del águila la sujetaban de los hombros con firmeza. Las rachas de viento cortantes la obligaron a entrecerrar los ojos mientras sobrevolaban los árboles.
—Llévanos al norte —gritó Quinn cuando se acercaban a la columna. Se inclinó en esa dirección, y Valor, complaciente, comenzó su descenso.
Los saqueadores habían rodeado la cara sur de la columna y habían desaparecido entre la arboleda, pero Quinn no tenía intención de seguir el mismo camino. Si quería frenarlos el tiempo suficiente para que Dalin y Rigby los alcanzasen, lo que necesitaba era colocarse delante de ellos. Siendo dos contra cinco, no es que hubiese muchas posibilidades, pero era mejor que plantarles cara sola.
Valor continuó su descenso, y Quinn levantó las piernas para evitar chocar contra las ramas más altas. La columna se alzaba ante ellos. Valor rodeó el flanco norte y fue ganando un poco de altura conforme las corrientes ascendentes los elevaban. El suelo rocoso se alzó rápidamente a su encuentro. Buscando un posible lugar en el que aterrizar, Valor cambió su enfoque e inclinó las alas hacia atrás para frenar su descenso.
Con dos fuertes sacudidas, los pies de Quinn tocaron tierra firme, muy suavemente.
—Gracias, hermano —dijo cuando Valor la soltó.
De pronto, volvía a estar corriendo, tratando de ocultarse entre los árboles. El águila de azurita, ahora libre de su peso, alzó el vuelo nuevamente.
Quinn saltó sobre raíces nudosas y atravesó marañas de helechos y líquenes colgantes. Usando el tronco de un árbol caído como puente, atravesó una cascada. Al llegar al extremo, dio un brinco para bajar y hacer frente a la subida del otro lado.
No avanzaba a su ritmo habitual, un paso que podía mantener durante horas y horas, sino que corría un esprint completo. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Cuando llegó a lo alto de la colina, se agazapó rápidamente y se escondió entre la maleza. Avanzó arrastrándose hasta el borde y echó un vistazo a la hondonada que había más abajo.
Apareció una figura solitaria, arco en mano. Era un hombre barbudo, ataviado con pieles. El torque de bronce que llevaba en el brazo destelló al reflejar la luz moteada que se colaba entre los árboles, y Quinn advirtió pintura de guerra o tatuajes en su pálida piel.
En ese instante, la caballera montaraz supo que no se trataba de un mago rebelde ni de un bandido demaciano. De hecho, no tenía nada de Demacia.
El individuo se detuvo, evaluando el terreno, y Quinn sintió que su mirada se clavaba en ella. Resistió el impulso de retroceder, pues sabía que el movimiento de los helechos llamaría más la atención que si permanecía inmóvil.
Aparentemente satisfecho, el extraño levantó una mano e hizo un gesto hacia adelante antes de continuar. Quinn no se movió del sitio y esperó a que el resto del grupo apareciese. Uno de ellos llevaba un brillante escudo demaciano atado a la espalda. Era el mismo que habían robado de la cabaña: un escudo que había pertenecido a un noble soldado, caído en combate. El hecho de ver a un forastero exhibiéndolo cual trofeo hizo que le hirviese la sangre.
No era difícil identificar a la viuda. Mientras que los saqueadores vestían con pieles y prendas de cuero, ella llevaba un vestido de paño, sencillo pero elegante, remangado para poder moverse con mayor facilidad. Un chal de piel le cubría los hombros, y llevaba un par de botas altas, muy prácticas. Parecía agotada y avanzaba a trompicones, cabizbaja. Quinn respiró aliviada al ver a su hija, una niña con una melena de rizos dorados, dormida entre los robustos brazos de uno de los maleantes.
La caballera montaraz los observó unos segundos más antes de retroceder lentamente, ideando una estrategia en su cabeza. Sabía adónde se dirigían, pues ya había estado antes en este lugar, hacía años.
De pequeños, ella y Caleb, su hermano mellizo, merodeaban por la espesura que rodeaba la aldea de Uwendale, a varios días de distancia al noroeste. La pareja de niños desaparecía entre los árboles durante semanas y exploraban bosques y cerros, cazaban su propia comida y dormían bajo las estrellas. A su padre no le entusiasmaba la idea, pero su madre siempre incentivó este interés. Consideraba fundamental ser autosuficiente y resolutivo, y ambos la habían acompañado en sus cacerías desde una edad temprana.
Su padre acabó asumiéndolo —probablemente, el hecho de que la despensa siempre estuviese provista de carne de venado y jabalí ayudó bastante—, aunque nunca dejó de preocuparse por ellos.
Y con razón.
Quinn solo había estado una vez en este lugar: un mes antes de la muerte de Caleb. Por eso sabía que, si los forasteros seguían por el camino que habían tomado, tendrían que atravesar un estrecho desfiladero en algún momento, casi a un kilómetro de distancia.
Oculta por la ladera que se alzaba a su derecha, recorrió rauda y veloz un sendero paralelo a la ruta de los saqueadores. Llegó al desfiladero antes que ellos y se escondió en un lado. Acababa de alcanzar la cima de la colina, con la espalda apoyada contra una roca, cuando oyó al primer individuo del grupo iniciar su ascenso.
Quinn respiró profundamente para tratar de ralentizar el pulso. No desenfundó la ballesta; en su lugar, sacó un cuchillo de caza de gran tamaño. La hoja era larga y ancha, casi del tamaño de una espada corta.
El forastero era hábil —no hizo casi ningún ruido mientras subía por la quebrada rocosa—, pero no lo suficiente para percatarse de su presencia. Cuando dio el último paso, Quinn salió de su escondite. Estaba a su lado, pero no la vio hasta que ya era tarde. Intentó retroceder para tensar su arco, pero no fue lo bastante rápido. Quinn le propinó un fuerte golpe en la sien con la empuñadura del cuchillo, y el saqueador se desplomó sin hacer ruido.
Rápidamente, lo apartó del camino a rastras. Estaba sangrando, pero aún respiraba. Hábilmente, la caballera montaraz le ató las muñecas al hombre inconsciente por detrás de la espalda y le unió las ligaduras a los tobillos. Luego, volvió a su posición, con la espalda apoyada sobre la roca. Sacó la ballesta y le dio la vuelta al cuchillo con la otra mano, de modo que el extremo apuntase hacia abajo.
Echó un vistazo rápido al desfiladero antes de agacharse de nuevo. Otros tres saqueadores subían por el barranco, con la viuda entre ellos. El individuo que le parecía el líder iba delante: era más corpulento que el resto y el único que llevaba una cota de malla bajo todas esas pieles. El hombre que llevaba el escudo demaciano atado a la espalda.
Quinn rechinó los dientes en señal de frustración. En teoría, quedaban cuatro, pero... ¿dónde estaba el otro? ¿Se ocuparía de la retaguardia o estaría acercándose a ella desde un ángulo imprevisto? Cerró los ojos y respiró profundamente. Ya era tarde para cambiar de estrategia. Decidió lidiar con él cuando apareciese, si lo hacía.
Cuando el líder de los forasteros se aproximó lo suficiente, Quinn se colocó frente a él y le apuntó en la garganta con la ballesta.
Tardó un momento en registrar su presencia. Abrió los ojos de par en par y frenó en seco, buscando instintivamente el hacha que llevaba a hombros.
—No te muevas —le advirtió Quinn.
No estaba segura de si el hombre la entendería, pero el gesto que hizo con la cabeza era lenguaje universal. La mano del forastero se paralizó.
Era un hombre corpulento, le sacaba dos cabezas y, fácilmente, pesaría el doble; pero ella tenía la ventaja y no iba a dejarse intimidar. Había abatido a presas mucho mayores en su día.
Tenía el pelo largo y de color pajizo, recogido en elaboradas trenzas, y su barba, con pintas grises, estaba adornada con huesos y piedrecitas. Sus ojos eran como astillas de pizarra, y la observaban sin pestañear.
Los demás saqueadores, medio ocultos por su corpulencia, gritaron en señal de alarma, pero el hombretón espetó algo en un idioma que sonaba brusco y hosco. Miró por encima de la caballera montaraz, como buscando algo. Lo más seguro es que tratase de averiguar si contaba con algún apoyo.
Su mirada volvió a posarse sobre ella. Se pasó la lengua por los labios. Quinn sabía que estaba valorando las probabilidades de recortar distancias sin recibir un disparo crítico.
—¿Hablas mi idioma? —preguntó Quinn— ¿Entiendes lo que digo?
El forastero la observó un instante y asintió lentamente.
—Suelta a la mujer y a la niña —dijo— y no habrá necesidad de ver cuánto tardas en desangrarte por la garganta.
El hombretón resopló dejando ver que aquello le divertía.
—¿Has estado rastreándonos? ¿Tú sola? —Tenía una voz grave y un acento marcado—. Puede que acabes conmigo, si tienes suerte, pero mis hombres te harán pedazos. Me temo que no voy a complacerte.
—No era una petición —dijo Quinn.
El forastero sonrió. Tenía dos dientes de oro.
—Tienes acerco, chica demaciana. Me gusta —Su sonrisa desapareció de golpe—. ¿Y mi explorador?
—Vivo —dijo Quinn.
—Bien. Es mi hermano, por juramento. Mi mujer se enfadaría si dejara que lo matasen.
—¿Qué pasa? —preguntó la viuda.
El líder de los forasteros espetó una respuesta en su idioma. Quinn distinguió una sola palabra entre aquel galimatías: Asta. El nombre de la viuda.
La mujer le imploró.
—No quiero que...
—¡Silencio! —gritó el líder medio girado hacia ella. Su rostro ahora era de un rojo intenso. Cuando volvió a mirar a Quinn, tenía una expresión airada.
—No deberías haber intentado plantarnos cara tú sola.
Por el rabillo del ojo, Quinn vio al quinto saqueador ponerse de rodillas en lo alto del risco que había a su izquierda, arco en mano. Sin hacer ni un ruido, colocó una flecha, tensó la cuerda y le apuntó con el arma.
Quinn, con la mirada fija en el líder, sonrió.
—¿Qué te hace pensar que estoy sola?
De repente, se vio un destello azulado, como un rayo, y el arquero dejó escapar un grito ahogado. Intentó lanzar una flecha a la desesperada, pero se perdió en la maleza. Cayó de espaldas y se agarró la mano herida.
La viuda gritó, y el grupo se puso en movimiento.
Uno de los guerreros lanzó una destral, que voló rápidamente hacia Quinn. Saltó a un lado para esquivarla, pero el líder aprovechó ese momento de distracción para atacar. Cargó hacia delante mientras desenfundaba el hacha que llevaba a hombros. Quinn disparó velozmente dos saetas, pero la primera falló y le rozó la sien sin causarle ningún daño; la segunda le acertó en el hombro y se clavó en la carne, pero no impidió que dejase de avanzar a toda prisa.
Con un rugido, asestó un mandoble, dibujando un arco perfecto con su arma. Era un hacha de dos manos, pesada, y la intención del ataque era partir en dos a la montaraz. Ella se movió hacia atrás para eludir el tajo mortífero y aprovechó para darle la vuelta a la situación. Era mucho más rápida que el forastero y, con todas sus fuerzas, tomó impulso y le atravesó el pecho. Debería haber sido un golpe mortal, directo al corazón, pero la punta del cuchillo se enredó en la cota, por lo que impidió que se hundiese.
El hombretón la hizo retroceder, tambaleándose, de un codazo y trató de propinarle un golpe contundente con el hacha. Quinn evitó el impacto lanzándose a un lado y disparó una saeta a bocajarro mientras rodaba por el suelo. El proyectil se enterró en la carne, justo encima de la rodilla, y el guerrero se desplomó dejando escapar un gruñido de dolor.
Inmediatamente, Quinn se abalanzó sobre él y le puso el cuchillo en la garganta.
Con eso, ordenó al resto del grupo que cesase el ataque. Intercambiaron miradas, sin saber qué hacer. Uno de ellos aún cargaba con la hija de la mujer, aunque ahora la niña lloraba a moco tendido.
La viuda se adelantó, arrastrándose a cuatro patas.
—¡No, no, no! —chilló—. ¡No le hagas daño, por favor!
Quinn parpadeó anonadada.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó, sin apartar la mirada de la mujer que lloraba, agotada.
—Pues claro —dijo la viuda—. Es mi hermano.
—Mi marido estaba en la capital cuando asesinaron al rey —dijo la mujer, Asta. Tomó a su hija en brazos y la meció con dulzura, tratando de calmarla.
—Estaba defendiendo el palacio. Los magos acabaron con él.
—Lamento mucho tu pérdida —murmuró Quinn mientras le vendaba la pierna al líder de los forasteros. Se llamaba Egrid. La herida del pecho era insignificante porque llevaba la cota, y él mismo se había sacado la saeta del hombro.
El resto de guerreros se sentó en unas rocas cercanas. Uno de ellos tenía unos cortes feos en la mano y miraba con torva a Valor, encaramado en lo alto de una rama. El hombre al que Quinn había atado se frotaba con cuidado un lado de la cabeza.
Dalin estaba de pie, junto a ella, con el ceño fruncido.
—Conocí a Malak cuando un contingente diplomático llegó a mi tierra natal, hace seis veranos —comenzó Asta—. En Skaggorn, yo era la hija de uno de los jefes, pero cuando Malak regresó a Demacia, lo hizo conmigo como esposa.
Quinn terminó de vendar la herida y se sentó para examinar su labor.
—Eres fuerte y rápida, y sabes tratar heridas —dijo Egrid con una sonrisa. Sus dientes dorados brillaron con la luz—. Cásate conmigo y vámonos juntos a Skaggorn. ¿Qué me dices?
Quinn no consideró que mereciese una respuesta siquiera.
—Pero ¿por qué queríais abandonar Demacia ahora? —le preguntó a Asta—. ¿No erais conscientes de que acabaríais teniendo problemas?
—Mi pueblo abandonó Freljord hace generaciones —dijo Asta—. Atravesaron las montañas y se instalaron en Skaggorn, pero la sangre antigua aún corre por mis venas. Mi abuela era vidente, aunque hay quien la llama maga o bruja. Yo carezco de ese poder, pero ¿y si mi pequeña desarrollase la visión? He oído lo que está ocurriendo. Se la llevarían y la alejarían de mí. Solo el Heraldo del Hielo sabe qué pasaría con ella. No podía correr el riesgo, de modo que envié un halcón para informar a mi familia y pedirles que nos sacaran de aquí.
—Cazadores de magos... —siseó Quinn, sacudiendo la cabeza.
Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz. Si la criatura llegase a manifestar poderes arcanos, los cazadores de magos irían a por ella. Si estuviese en el lugar de la viuda, lo más probable es que ya se hubiese llevado a la niña lo más lejos posible de esa pérfida organización. Entendía perfectamente las pretensiones de Asta.
—Como comprenderéis, no podemos dejaros marchar —dijo Dalin—. Las fronteras están cerradas. Nadie puede salir sin el permiso expreso del mismísimo consejo superior. Es la única forma de asegurarnos de que Sylas, el traidor, y sus compinches no escapen de la justicia.
—¡Mi marido murió a manos de ese traidor! —dijo Asta—. Este lugar, todo lo que hay aquí, me recuerda a Malak. Sin él, no tiene sentido que me quede. Y los granjeros de nuestro valle me repudian, los muy mezquinos. Ya piensan que soy una bruja.
—No desvalijaste tu propio hogar cuando te fuiste, ¿verdad? —dijo Quinn. No era realmente una pregunta, sino una afirmación—. Y no le prendiste fuego, ¿no?
—¿Cómo? Pues claro que no —Asta se detuvo—. ¿Es cierto que eso es lo que ha pasado?
Quinn asintió.
—Y las marcas debajo de la cuna de tu hija... —continuó—. No tenían nada que ver con... brujería, ¿verdad?
Asta se rio y negó con la cabeza.
—Era una plegaria de protección. Una señal que dejan todas las madres skaggorn pensando en sus retoños.
Quinn asintió de nuevo. Ahora todo tenía sentido.
—No obstante, aquella plegaria rúnica podría parecerle brujería a cualquier ignorante. Incluso yo tuve mis recelos.
—Procuraba ser discreta con las tradiciones de mi pueblo, pero los vecinos siempre han desconfiado de mí —dijo Asta—. Y con todo lo que está pasando...
Ahora estaba muy claro que las otras huellas que llevaban a la cabaña no eran de ningún guerrero de las lejanas tierras de Skaggorn. Quizá los aldeanos buscaban pruebas que inculpasen a Asta. En ese caso, puede que encontrasen las runas de carbón y prendiesen fuego a la casa en un torpe intento de eliminar lo que pensaban que era una magia peligrosa.
Quinn suspiró y sacudió la cabeza. Por lo general, los demacianos eran gente buena y honrada; pero el miedo y la desconfianza se propagaban como una pandemia y sacaban lo peor de los temerosos habitantes del reino. Esta situación tenía que acabar.
—He encontrado algo y creo que deberías tenerlo tú —dijo Quinn al acordarse de lo que había visto entre los escombros. Le dio el escudo conmemorativo a Asta, que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias —dijo, acercándose el medallón al pecho—. Creía que lo había perdido para siempre. Me partió el corazón tener que marcharme sin él.
—Lo siento, pero no podemos dejar que os vayáis —dijo Dalin.
—Pues lo haremos igualmente, demaciano —gruñó Egrid, levantándose de un salto—. No intentes detenernos.
—¡Basta, Egrid! —replicó Asta—. Estos dos montaraces solo cumplen con su deber —Se volvió hacia Quinn—. Pero, por favor, os lo ruego, dejad que mi hija se vaya. No debería pasarlo mal por algo que escapa de su control. Dejad que mi hermano se la lleve, y yo volveré con vosotros.
Dalin y Quinn intercambiaron miradas. La ley era inmutable. Nadie podía abandonar Demacia, ni Asta ni su hija ni, por supuesto, los guerreros skaggorn.
—Me temo que es imposible —dijo Dalin.
—Si dejamos que se vayan, seremos nosotros quienes incumplan la ley —susurró Dalin.
Los dos montaraces retrocedieron mientras el grupo ponía rumbo al este.
—Hay que averiguar cómo lograron cruzar la frontera —respondió Quinn en voz baja.
Dalin parecía inquieto, pero asintió de todos modos.
No tardaron en llegar a los acantilados que marcaban los límites de Demacia. El grupo de skaggorn los condujo a un lugar apartado, protegido de las torres de guardia al norte y al sur. Cada rincón de los acantilados era visible desde una de las docenas de torres que vigilaban Demacia, pero estaba claro que era un punto ciego.
Quinn se inclinó sobre el borde. Había más de cien metros de caída, pero las alturas no eran un problema para ella. Podía ver pitones clavados en las rocas.
—¿Escalasteis la pared del acantilado de noche para que no os viesen los centinelas? —preguntó.
Egrid asintió con la cabeza. Quinn gruñó, pero estaba impresionada.
—Hay muchos metros de altura, incluso para hacerlo a plena luz del día —dijo.
Agachó la mirada y se quedó observando la pierna vendada del hombretón.
—Perdona por lo de la rodilla. ¿Podrás volver a cruzar?
—¡Pues claro! El pueblo de Skaggorn es fuerte —alardeó Egrid—. Tú también eres fuerte. Deberías venir con nosotros. Haríamos unos niños fuertes. Buenos guerreros. ¿Qué me dices?
Quinn se quedó mirándolo sin abrir la boca, con una expresión ilegible. Al final, el hombre se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Tenía que intentarlo —masculló.
Dando un grito, ordenó a sus hombres que trajesen las cuerdas, ocultas entre la maleza.
—Creía que solo querías saber cómo entraron en Demacia sin ser vistos —siseó Dalin, apartando a Quinn de los demás—. Si dejamos que se vayan, estaremos quebrantando nuestros juramentos.
—No me parece bien retener a una mujer y arriesgar la vida de su hija por una peculiaridad en su estirpe —replicó en voz baja—. Además, nuestro primer juramento nos obliga a proteger Demacia.
—¿Y, si los dejamos ir, estaremos protegiéndola?
Quinn lo miró desafiante.
—Si intentamos detenerlos, esto solo puede acabar de dos formas —susurró—. O nos matan y se van de todas maneras, lo que privaría a Demacia de dos de sus mejores montaraces, o los derrotamos y Demacia se gana un enemigo. La gente de Skaggorn acabará enterándose de que estamos reteniendo a la hija de un jefe en contra de su voluntad.
Dalin observó a los robustos guerreros y asintió.
—No por ello es correcto —masculló—. Y seguiríamos infringiendo la ley.
Quinn lo miró.
—Si quisieses que las cosas fuesen sencillas, no estarías en la infantería regular. En la periferia, todo es mucho más complicado.
—Pero las leyes...
—¡A la porra las leyes! —espetó Quinn—. Demacia no se verá perjudicada por que los dejemos marchar, pero lo hará si intentamos detenerlos.
—Pero...
Quinn no solía emplear el poder que le otorgaba su rango, pero... esta vez era diferente.
—Atrás, soldado —gruñó—. Esta gente es libre de irse. Es una orden.
Se puso rígido un instante, antes de devolverle un saludo reglamentario.
—Como desees, caballera montaraz.
El sol empezaba a ponerse cuando el grupo skaggorn inició su descenso por el acantilado. Los integrantes iban atados los unos a los otros. Egrid cargaba con la hija de Asta, la viuda. Quinn esperó hasta que todos se hubiesen puesto en marcha antes de dar media vuelta. Los hombres de Egrid cumplieron con su palabra y fueron quitando los pitones que habían clavado en la roca a medida que descendían.
Quinn tenía menos de tres días para llegar al punto de encuentro con Garen. Si pretendía llegar a tiempo, no podría aprovechar las noches para descansar, pero estaba segura de que lo conseguiría. Se preparó para la travesía que le esperaba.
Antes de partir, se detuvo y observó a Dalin, sentado cerca del borde del acantilado, con Rigby a su lado. Miraba hacia el este, lejos de ella. Apenas habían hablado desde que los skaggorn iniciaron su descenso.
—No espero que te parezca bien —dijo Quinn—, pero lo mejor era dejarlos marchar.
Se volvió para mirarla.
—Lo comprendo —dijo—. Supongo que las cosas no siempre son tan sencillas como uno querría.
—Para algunos, lo son —dijo Quinn, encogiéndose de hombros—. Pero nosotros somos montaraces.
El guardián de las Colmiverduzcas asintió lentamente y se levantó para despedirse de Quinn.
—Cuida de ella, Valor. ¿Me oyes? —dijo, dirigiéndose al águila de azurita—. Demacia la necesita.
Valor chascó el pico a modo de respuesta.
—Habla con la guarnición local —dijo Quinn—. Deberían levantar una torre de vigía en este lugar. Más vale que nos aseguremos de cerrar bien este agujero en nuestras defensas.
—¿Otra vez vas a mangonearme, jefa?
Quinn resopló mientras le rascaba las orejas a Rigby.
—Algo así —Miró al guardián a los ojos—. Cuídate y no bajes la guardia, Dalin —dijo—. Demacia también te necesita a ti.
Se dio la vuelta y, una vez más, echó a correr.