Short Story
La trama de la pólvora negra
de David Slagle

La trama de la pólvora negra

de David Slagle

Baja para comenzar

La trama de la pólvora negra
de David Slagle

Llegó al campamento solo unos momentos antes de que comenzara el consejo de estrategia, flanqueado por una pequeña guardia de honor, cada uno elegido a dedo entre la legión trifariana. Permanecieron en la entrada mientras lo veía acercarse.

Algunos hombres proyectaban una sombra más grande que ellos mismos, pero pocos podían traer una oscuridad como esta, que giraba sobre nosotros y graznaba, famélica. En cierto modo, los cuervos que parecían seguirlo por el campamento eran un triste recordatorio del destino de cada guerrero: la tela hecha jirones en sus picos recordaba al estado de nuestros propios estandartes. Sin embargo, mientras caminaba a grandes zancadas en los restos de la carpa de guerra, me di cuenta de que no me había preparado para ver lo mortal que parecía en realidad.

Tenía el pelo gris, enmarcado por el cielo carmesí que se ahogaba en cenizas. Su armadura desgastada por la batalla dio paso a un práctico abrigo, y mantuvo los brazos dentro de sus pliegues, como yo imaginaba que haría alguien de su linaje. Sonreí; se veía que en el fondo aún era un caballero. No mostraba ningún signo de rango más allá de las cicatrices reveladoras de un soldado que había visto derramamientos de sangre. Había muchos participantes en el consejo que exigían más temor y respeto, y exhibían a sus tropas con poderosas muestras de fuerza. Cada uno de ellos parecía más que capaz de acabar con el hombre que teníamos delante.

Pero, de alguna manera, este era el hombre que nos guiaba a todos. El gran general de Noxus.

Mirándolo, podía sentir que había algo que no podía ubicar, sin importar lo mucho que lo observara. Algo realmente incognoscible, tal vez. Quizá ese misterio impenetrable fuera justo la razón por la que tantos se habían puesto de su lado. Fuese lo que fuese, Jericho Swain estaba frente a nosotros ahora, y era demasiado tarde para darme la vuelta.

Cinco huestes de guerra habían marchado a la llanura de Rokrund, pero solo pasaron unas semanas antes de que los lugareños destrozaran nuestras posiciones. Atravesaron nuestras bermas construidas de forma apresurada con pólvora explosiva extraída de las colinas, que parecían incluso más inhóspitas que las de nuestra nación. Nos topamos con un desastre tras otro hasta que el mismo Swain no tuvo más remedio que intervenir. Me había asegurado de ello.

Me había preparado durante meses. Envié guerreros masones a las minas. Había cartografiado cada detalle, cada giro concebible de la tierra... y los destinos sobre los que ahora pendía Noxus, los susurros que daban forma a cada momento...

Mis oídos pitaron ante el recuerdo de las palabras de la mujer pálida. Del momento en que ella me dio órdenes por primera vez y dio voz a nuestra trama.

Todo estaba en su lugar. Me había encargado de ello. Aquí, donde la tierra se abría a un laberinto de cañones del que era imposible escapar, solo yo determinaría el futuro del imperio.

Al fin y al cabo, ¿no fue eso lo que Swain había pedido a este consejo que hiciera?

—Mis leales generales —dijo finalmente Swain. El poder en su voz sonó como una espada al desenvainarla. Hizo una pausa, como si nos diera un momento para ponernos a prueba frente a su agudeza—. Decidme cómo puede prevalecer Noxus.

—Aquí hay doce barcazas de guerra, en las colinas —comenzó Leto, señalando un punto en el mapa que ya había desgastado de tanto mirarlo—, cada una arrastrada por un basilisco. Envíalas antes que los escuadrones y marcharemos sobre los enemigos muertos. Esas bestias se atollarían con un cercado de lanzas oxidadas si las dejamos.

Sonrió, complacido con su propia astucia, pero Swain estaba más preocupado por el vino que se vertía en su vaso.

"¿Será veneno?", parecían preguntarse sus ojos mientras miraba alrededor de la mesa. Miré mi reflejo en su armadura. No revelaría nada de mis intenciones.

—Apenas podemos controlar los basiliscos nosotros mismos —murmuró finalmente Swain, estudiando el añejo jonio—. Pensad en un solo explosivo lanzado por un zapador al alcance del oído de las bestias. Y luego decidme, en vuestra imaginación, ¿quién corre primero, los basiliscos con la cola entre las piernas o vuestras tropas de las que tanto alardeáis?

—Entonces prendamos fuego a la tierra —sugirió Maela antes de que Leto pudiera responder, con las palabras saliendo disparadas de su boca—. Arrasemos el campo que han tendido para retrasar nuestro avance. Hagámoslos salir de esas malditas minas.

Swain suspiró.

—Vinimos aquí por la misma tierra que quemaríais. Aunque supongo que esperar que conozcáis los usos del salitre es mucho pedir. —Giró el vino en su copa, dejando escapar una insinuación de decepción—. Todo lo que habéis hecho hasta ahora es enterrar a vuestros propios hombres.

—Los espadas rojas todavía están en forma —escupió Jonat con impaciencia desde las sombras en las que acechaba. La oscuridad casi parecía brillar en contraste con su piel, propia de Shurima—. Entraremos en las minas después del anochecer y sacaremos a sus líderes. Por las buenas o por las malas. No importa.

—Una estrategia admirable —rio Swain—. Pero esos líderes no son soldados. Todavía no. Nuestro enemigo sigue a quien grita más fuerte. Mata a uno y a la mañana siguiente habrá tres vociferando.

Yo reí, asintiendo al líder enfurruñado de los espadas rojas.

—Por un momento, temía que encontraras la forma de ganar de verdad, Jonat.

Se hizo el silencio en la mesa. Las velas ardían bajas junto a los mapas.

Este era mi momento. La mujer pálida estaría feliz. Pronunciaría su nombre cuando enviara a nuestro gran general al olvido.

—La verdad es que no puedes ganar esta batalla —continué yo—. Nadie puede luchar contra la muerte. Ni siquiera el soberano de Noxus. Ya lo vimos con Darkwill.

Swain y los demás me observaron mientras sacaba con cuidado el encendedor de mi túnica. La mecha ya la tenía en la otra mano. A Leto, el viejo héroe del asedio de Fenrath, se le puso la carne de gallina.

—Granth, ¿qué estás haciendo? —gruñó mirando hacia la carga de demolición que había colocado cuidadosamente debajo de la mesa apenas una hora antes—. ¿Te atreves a amenazar al gran general? Esto es una traición.

Aun así, ninguno se atrevió a acercase a mí. Estaba listo, con el encendedor sobre la mecha.

Solo que alguien estaba riéndose. Me llevó un momento darme cuenta de quién era.

—Aquí, el general Granth es el único que tiene derecho —dijo Swain riendo y alisando las arrugas de su abrigo—. Él es el único que lo entiende. El resto, cuando veis una batalla os preguntáis qué hacer para evitar la derrota. Pero algunas batallas no pueden ganarse. A veces, la única estrategia es arder. Adentrarse en las llamas sabiendo muy bien que morirás, pero que veinte mil marcharán detrás de ti. Y que tras ellos hay un poder mayor.

Dejó que su abrigo se abriera para revelar... Para... revelar...

—Granth y yo —dijo con una sonrisa cruel— siempre buscamos lo que debe ser sacrificado para ganar.

Maela se abalanzó sobre mis manos temblorosas. Leto también. Pero fue el puño inhumano de Swain el que se cerró alrededor de mi garganta, levantándome del suelo y tirando el fusible apagado.

—Ojalá pudieras contarle a ella personalmente cómo fracasaste —susurró el gran general, y su voz retumbó con la ira de eones—. Ojalá ella también pudiera escuchar la sabiduría de los muertos.

Intenté gritar y confesarlo todo. Para suplicar perdón de alguna manera.

Pero no queda nada, salvo el suave murmullo de los susurros. Revelo mis secretos, esta historia, en tus oídos. Desvaneciéndose como el aleteo del cuervo al graznar sobre la carroña...