Short Story
El rostro en las estrellas
De Rowan Williams

    El rostro en las estrellas

    De Rowan Williams

    Baja para comenzar

    El rostro en las estrellas
    De Rowan Williams

    Bajo el calor del sol de mediodía, mi oponente y yo dábamos vueltas el uno al rededor del otro. Mantenía el peso en los talones para alzar mi enorme escudo. El sol afilado que lucía quedó en lo alto, protegiéndome todo el cuerpo a excepción de los ojos. Me agaché con las botas acorazadas arañando la tierra y avancé lentamente como si fuese un bolor hambriento.

    La armadura dorada de mi oponente lanzaba destellos y, aunque la sombra del casco ocultaba su expresión, le brillaban los ojos, fijos en los míos propios. Esperé; no con indecisión, sino en busca del momento adecuado.

    Mi paciencia se vio recompensada cuando lanzó una mirada al lado, por encima del hombro, intentando no tropezarse y continuar con la retirada. Me sentía como si lo estuviese viendo todo desde fuera; había practicado tantas veces esos movimientos que ya apenas tenía que pensar cómo moverme.

    Con un grito, me precipité hacia Shorin. Levantó el escudo de forma defensiva, pero alcé el mío para después lanzarme contra elle con todo el peso acumulado. En un instante, mi espada estaba por encima de mi escudo, a dos centímetros de su garganta. Movió su propia espada a un lado para mostrar que mi golpe hubiera resultado letal.

    —Estabas en guardia..., pero te has distraído —sugerí, echándome a un lado y volviendo a ponerme en guardia, parpadeando para apartarme el sudor de los ojos—. Vamos a probar otra vez.

    Shorin soltó un gemido.

    —Venga Tyari, por favor, descansemos un momento —dijo a la vez que enfundaba la espada y se desataba el escudo del brazo—. Nos lo hemos ganado.

    Me erguí y asentí con la cabeza mientras me quitaba el casco. Debería sentirme motivado por haber ganado a mi oponente, pero solo estaba cansado.

    —Me vendría bien, la verdad —admití. Me retiré el pelo de la cara e inicié el arduo proceso de quitarme la armadura.

    Shorin me dirigió una sonrisa, se quitó el casco y se echó la oscura trenza a un lado. Al quitarse la almohadilla que tenía bajo la armadura, dejó al descubierto las vestimentas simples típicas de los acólitos de la infantería Solari. Se desabotonó un poco la camisa y se empezó a abanicar con ella.

    —Buen trabajo —dijo—. Pensaba que estaba siendo muy inteligente al provocar que fueras tú quien me atacara, creyendo que dejarías el flanco al descubierto, pero has demostrado que me equivocaba.

    —Mido más que tú; te llevo ventaja —puntualicé, y era verdad. Aunque Shorin tenía una estatura media, le sacaba más de una cabeza, además de pesar bastante más que elle.

    —La altura ayuda, sin duda, pero estás hecho para ser un gran guerrero. Y eres un acólito entregado. Eres la única persona que se pone a entrenar en su día libre. —Me lanzó otra sonrisa.

    Yo me permití devolvérsela.

    —Si esa es tu forma de darme las gracias, que sepas que es un placer ayudarte si eso significa que te va a dar menos miedo enfrentarte a las pruebas.

    Shorin se resopló con alegría y se puso delante de mí con las manos en las caderas.

    —Eres buen amigo, y también un gran guerrero. Sospecho que pronto te pondrán al frente de tu propio escuadrón —dijo—. Estoy orgullose de ti, Tyari.

    Me encogí de hombros mientras me flaqueaba la sonrisa, pero la aguanté para no parecer demasiado triste. Ambos deseábamos convertirnos en soldados de los Solari, rakkoranos que luchan en defensa del Sol y su elegida: los leales Solari. Llevaba soñando con el honor de ser uno de dichos nobles guerreros y vestir la armadura dorada para proteger a mis amigos y familia desde que mi magia protectora se manifestó de niño.

    Y, tras muchos años entrenando, por fin se me daba bien... Pero, en el fondo, no estaba convencido. No me entusiasmaba la idea de luchar, como les pasaba a algunos de los otros acólitos. Rezar no era mi pasión. No me llenaba de orgullo ver a nuestros soldados resplandecientes demostrar su destreza marcial. Todo me parecía... carente de sentido, de algún modo.

    Y me sentía como un impostor.

    Desvié la mirada hacia las laderas nevadas del Monte Targon. Me descubría contemplándolo cada vez más. Su impactante forma me resultaba una constante impresionante. Pensé en cómo sería el ascenso: la convicción y la determinación que habría que tener para enfrentarse al peligro por una recompensa... El corazón se me aceleró. Aparté rápidamente la mirada.

    El invierno aún no se había asentado del todo y, de momento, había un sol agradable. Pronto dejaría de ofrecer protección contra el frío punzante que descendería de las montañas. Me quité el resto de la armadura y caminé hasta el borde de la meseta. En uno de los picos más bajos, distinguía a los devotos del santuario atendiendo a los rezos de mediodía: la luz de sus braseros brillaba incluso en la distancia. Los pastores conducían a los rebaños de cabras y tamu por los valles.

    Volví a posar la mirada sobre la gran montaña, que se asomaba entre las nubes. No sabía cuánto tiempo llevaba en mi mundo, pero la risa de Shorin me trajo de vuelta a la tierra.

    —He dicho que pareces distraído, Tyari.

    —Ah. Noté cómo me sonrojaba y Shorin soltó una risita.

    —¿No te entusiasma la idea de liderar a un glorioso ejército hacia la batalla al alba? —Extendió los brazos para mostrar la magnitud del contingente, y yo puse los ojos en blanco y me reí.

    —Lo siento, Shorin. Tengo demasiadas cosas en la cabeza —me excusé.

    —Lo entiendo, amigo mío. —Me dirigió una sonrisa cómplice que me dejó helado. Shorin me conocía bien—. Solo falta un mes para las pruebas y eres el favorito para el puesto de iniciado alfa. No me extraña que tengas la cabeza en otro lado.

    Me giré para que no notara mi decepción. Después de todo, elle solo veía al acólito diligente.

    ¡Qué insignificantes parecían las pruebas ahora mismo! Deseé poder contarle cómo me sentía, hablar sobre mi descontento, pero estaba tan confundido que me era imposible expresarme. Aun así, si alguien podía entender la presión a la que me veía sometido, era Shorin. Y si alguien me conocía, era mi mejor amigue.

    "Díselo".

    —Es emocionante —fue todo lo que logré decir.

    —A juzgar por tu expresión, cualquiera lo diría.

    Se puso a mi lado y siguió mi mirada hacia lo alto de la montaña, que desaparecía entre un inmenso y perpetuo mar de nubes. Sentí que ambos observábamos algo más allá.

    —Tyari... —empezó a decir, para después detenerse.

    Cuando advertí su expresión, volví a quedarme helado. En elle vi reflejada una emoción que reconocía, porque la había sentido en mis propias carnes: anhelo.

    "¿Anhelo de qué?".

    —No voy a realizar los ritos de iniciación —dijo con la mirada fija en el mar de nubes.

    —¿Cómo? —le espeté, perplejo—. ¡Llevas jugando a ser soldado desde la infancia! Tu padre se jactaba de que antes de andar ya podías sostener una espada. ¡Llevas entrenándote para ella toda la vida! Y vas a... ¿vas a rendirte? ¿Cómo? ¿Por qué?

    —Por eso —dijo, apuntando a la cima del Monte Targon.

    La montaña se extendía a lo lejos. ¿Cuán alto sería el pico en sí? Y, sin embargo, la expresión de Shorin se mantuvo firme.

    Me quedé con la boca abierta.

    —No lo dirás en serio.

    —¿Lo de emprender un viaje que conlleva una muerte casi segura? Amigo mío, nunca he hablado tan en serio. —Shorin soltó una carcajada despreocupada. Parecía aliviade, como si escalar la montaña fuera la única opción y siempre lo hubiera sido. Envidiaba su convicción.

    —¿Por qué?

    Hizo un sonido indicando que entendía la pregunta.

    —Llevo preguntándome lo mismo desde la primera vez que sentí que la montaña me llamaba.

    —¿No sabes por qué? ¡Pero tienes que mantener tu honor y el de los guerreros Solari! Si estás buscando la bendición de un Aspecto o poder, hay más formas de demostrar tu valía —repliqué—. ¿Por qué no seguimos con el entrenamiento? Casi lo tienes...

    —Nada de eso me interesa. Me da igual el poder. Ni siquiera me importa el honor —explicó—. Solo quiero respuestas.

    —Pero ¿qué hay de tu familia? —comencé, pensando en la hermana pequeña de Shorin, Hadaetha, que también se iba a unir a la infantería, y en Yundulin, su padre, que era un comandante consagrado cuando se retiró—. Estarían decepcionados, ¿no es así?

    Frunció el ceño.

    —Es muy arriesgado. Les vas a preocupar, ¿y todo para qué? ¿Y si fracasas? ¿Y si no regresas?

    Tras una larga pausa, Shorin habló de nuevo.

    —Tienes razón. No hay garantías de nada. Aún hay tiempo para decidir. —Se encogió de hombros con incertidumbre, poco convencide—. Después de todo, quizá las respuestas que busco se encuentren en la infantería.

    —Exacto —dije con un suspiro de alivio. No soportaba la idea de perder a Shorin—. Somos compañeros de armas. No hay nadie más en quien confíe para que esté a mi lado.

    Miró a la montaña y empezó a ponerse la armadura de nuevo.

    —Venga, Tyari. La misma maniobra de antes. Quiero ver si esta vez puedo mantenerme firme.



    Continué con el entrenamiento incluso cuando Shorin se había marchado. Me movía de forma experimentada, precisa. Se lo debía a mi familia y a mi pueblo; debía ser el soldado perfecto. Si no era un guerrero..., No era nada.

    Cuando el sol empezó a esconderse tras la ladera, me quité el casco y observé el horizonte mientras se me secaba el sudor de la frente. Los últimos insectos de la estación de cosecha iban de un lado para otro, pero pronto también ellos descansarían. El balido de las cabras a lo lejos y el humo de las hogueras me resultaba agradable, reconfortante. Me recordaba a que pronto tendría el placer de comer con mi prima Anua.

    Confiaba en mi prima, aunque podía ser de lo más testaruda. Siempre había sabido cuál era su camino. El desasosiego que sentía, el deseo de encontrar una respuesta... Me preguntaba qué pensaría sobre ello.

    Pensé en lo que había dicho Shorin. ¿Cómo podía querer marcharse sin saber por qué se iba? Yo no tenía claro mi propio camino, pero esperaba que se me pasara esta sensación. Era el mejor de la clase. Tenía que servir a mi familia y a mi fe. Lo que deseara yo no era más importante que el papel para el que estaba destinado.

    Tenía amigos. Tenía fe. Tenía familia. Tenía honor. Entonces, ¿por qué me sentía como si estuviera viviendo la vida de otra persona?

    De pronto estaba enfadado. Cogí una piedra y se la lancé al sol que se ocultaba.

    Fui a recoger mis cosas; mi armadura, mi espada y mi escudo. Al levantar el arma me detuve un momento. La hoja me mostró mi reflejo. Me sentí como si estuviera mirando a un extraño: un rakkorano solitario con el corazón apesadumbrado. Pero mi pueblo veía a un soldado, un líder, un rakkorano diestro y diligente cuyo destino era luchar en la batalla entre el Sol y la Oscuridad. Y, si esa era la persona que veía mi pueblo..., era quien tenía que ser.




    La primera nevada no había sido más que un polvillo, lo que era de agradecer, pues solo faltaban unas pocas semanas para las pruebas. El resto de acólitos y yo nos reunimos para marchar por las pendientes de nuestra aldea en medio del frío. Era una demostración de resistencia y una forma de poner a prueba nuestra fe mientras que el Sol se alejaba de nosotros cada vez más.

    Me esforcé por destacar. Si no podía sentirme como un guerrero, al menos podía actuar como uno.

    Shorin se encontraba a mi lado, actuando como mi compañere de armas. No había mencionado nada más sobre la llamada de la montaña, así que asumí que había decidido quedarse. Estaba agradecido. Con elle a mi lado, me sentía mucho menos solo.

    Estaba perdido en mis pensamientos, con la mirada al frente, cuando doblamos una curva cerrada en un camino estrecho. Iba recitando una plegaria de los Solari cuando oí gritar a Shorin; volví la cabeza justo en el momento en que se tropezaba.

    Mientras se balanceaba al borde del abismo, tiré la espada y el escudo y salté para salvar a mi compañere. Desplegué mis poderes de protección con la esperanza de crear un escudo mágico, pero era demasiado tarde. La roca en que se encontraba bajo sus pies se desprendió y cayó por el precipicio, y elle la siguió.

    Fui el primero en llegar a donde estaba. Iba maldiciéndome a mí mismo por mi falta de atención y me quedé sin aliento al ver la macabra escena. No me atrevía a sacar a Shorin de los escombros, así que en vez de eso grité pidiendo ayuda mientras le sujetaba la cabeza y elle gritaba de dolor.

    Uno de los sacerdotes de los Solari llegó con llamas místicas en las manos, pero las heridas eran demasiado graves para curarlas de ese modo, y más estando tan lejos del templo. Se me encogió el corazón mientras mis compañeros llevaban a Shorin de vuelta a la aldea. No estaba seguro de que fuera a volver a andar.



    Al cabo de unos días, cuando volvió a casa de su familia, me dieron permiso para ver a Shorin. Su hermana y su padre me saludaron de forma seca pero educada y me guiaron hasta la habitación de Shorin.

    Allí estaba mi amigue de la infancia, acostade y con las piernas extendidas, apoyade en una serie de almohadas y mantas hechas a mano. Me dirigió una sonrisa cansada cuando me acerqué para sentarme en la cama junto a elle. Reparé en los montones de pequeños regalos y talismanes que descansaban a su lado. Entre el montón había un colgante con el emblema de los Solari, un regalo que le había dado a su padre para que se lo entregara.

    —Shorin... —comencé, con un nudo en el estómago— Lo siento mucho...

    —¿Por? —interrumpió Shorin, levantando una ceja.

    —Pues... por... No... —No me salían las palabras—. Era tu compañero de armas. Tendría que haberte cogido a tiempo. Y mi magia no...

    Alcé las manos como para demostrarlo y después las dejé caer en el regazo, avergonzado.

    Shorin se me quedó mirando con cara incrédula.

    —¿De verdad crees que ha sido culpa tuya?

    —¡Sí! —espeté, y a continuación bajé la voz—. Los soldados del Sol proyectan su luz por los aliados.

    Shorin sacudió la cabeza y noté las marcadas ojeras. Por supuesto, en el fragor de la batalla, al enfrentamos al enemigo, pero... No creo que tengamos un plan de contingencia para cuando alguien se tropieza y se cae por la ladera de la montaña. —Sonrió, pero su sonrisa se convirtió en una mueca de dolor—. La verdad es que no podía concentrarme en el ejercicio, no del todo. Da igual lo atento que estuvieras o no, dudo que hubieras podido evitarlo.

    Me dio un vuelco el corazón. —No lo habrás hecho... a propósito —dije—, para saltarte las pruebas, ¿verdad?

    Shorin se mofó. —Si quisiera escalar la montaña durante la ceremonia de despedida, habría intentado estar en la mejor forma posible, ¿no crees?

    Fruncí el ceño. Confiaba en Shorin, pero toda esta situación me había preocupado.

    —Entonces, ¿qué vas a hacer?

    —Bueno —empezó Shorin—, la verdad es que no lo tengo claro. Me sentía atraíde hacia la montaña. Ese viaje... era lo que necesitaba. Era lo que sentía. La idea era buscar respuestas, no sabotearme a mí misme antes de poder convertirme en guerrere. Pero ahora ambos caminos están fuera de mi alcance. —Sonrió con ironía.

    Respiré hondo. A pesar de tener la cabeza echa un lío, tenía que ser honesto con elle. Se lo debía. Debía decirle lo que no había dicho cuando me contó por primera vez sus ambiciones.

    —Te... Te entiendo perfectamente —dije—. Esa necesidad de saber... lo que sea que pueda revelar ese viaje. —Me detuve un momento, y Shorin levantó una ceja, a la espera—. Pero no puedo abandonar todo esto.

    ¿Verdad?

    —Tyari. —Shorin me miró con cara seria—. Tienes que ir.

    Empecé a replicar, pero se inclinó hacia delante con actitud resuelta.

    —Te lo noto. Llevo notándolo... desde siempre.

    Me mordí la lengua. ¿Cómo? ¿Cómo podía ser que Shorin lo hubiera visto o sabido antes que yo?

    Elle hizo un gesto con la cabeza.

    —Y lo que es más importante: lo sé porque yo también lo he sentido. Y no me apetece seguir pasándolo por alto, amigo mío. Siento que ansías el cambio. —Shorin suspiró—. Esta es la última ceremonia de despedida antes de las pruebas. Si no vas, te unirás a la infantería y nunca podrías abandonar tu puesto... Hacerlo supondría una deshonra. Incluso si regresaras de la montaña, tu familia te desheredaría inmediatamente.

    Frunció el ceño.

    —Ha llegado el momento. —Tienes que ir.

    No sabía qué pensar.

    —Es todo demasiado repentino. Tú llevas mucho esperando este momento, pero yo apenas he reconocido el sentimiento. ¡No puedo tomar una decisión impulsiva! Tengo que presentarme a las pruebas y servir en el nombre del Sol, y...

    ¿Y cómo les iba a explicar esto al resto de los acólitos? ¿Y a Anua?

    Me quedé en silencio. Al pensar en la perspectiva de subir la montaña, se me removía algo dentro, y tenía que admitir que era emocionante. Si Shorin se había dado cuenta hace tiempo, es posible que esa atracción llevara ahí más de lo que pensaba. ¿De verdad llevo contemplando la montaña todos estos años?

    Ahora que reflexionaba sobre ello, todo parecía muy claro. Cuando miraba la montaña, veía algo más que posibilidades. Al mirar los caminos serpenteantes y el pico a lo lejos, lo que sentía era esperanza. Sentía que me llamaba.

    Y lo que más me sorprendía de todo es que lo que sentía con más intensidad era anhelo.

    —Si no me crees —dijo Shorin—, habla con Raduak. Conoce los caminos de la montaña y ha aconsejado a muchos rakkoranos sobre los misterios que oculta. Seguro que puede ayudarte.



    Sabía que estaba capacitado para servir en la infantería de los Solari. Sería un buen soldado, no me cabía duda. Pero ¿y si era verdad que mi destino no era ese?

    Raduak y yo éramos parientes, primos lejanos, y Shorin tenía razón: podía pedirle consejo. Era un místico de renombre y muy perspicaz.

    La última vez que lo había visto fue de niño, cuando se manifestaron mis poderes mágicos, y solo para que aconsejara a mi tío sobre cómo prepararse para el desarrollo de mis habilidades. Mis talentos nunca fueron particularmente sorprendentes, así que no entrené con él, como solían hacer otros con habilidades de mayor impacto.

    Vivía no muy lejos de mi casa, en una morada esculpida en la ladera de la montaña. Me acerqué a la puerta de madera, fabricada con maestría para que se adaptara al corte de la roca, y paré un momento para coger aliento.

    Llamé educadamente y esperé. Justo había empezado a dudar de que aquello fuese lo correcto cuando la puerta se abrió hacia dentro y Raduak apareció en la entrada, con las frondosas cejas blancas alzadas por la sorpresa.

    —¿Tyari?

    —Sí, señor. Hace mucho tiempo que no nos vemos. ¿Podría hablar con usted? —pregunté mientras cambiaba mi peso de un pie a otro, nervioso ante su mirada inquisitiva. Me miró durante un largo minuto, pensativo, y después me hizo un gesto para que pasara.

    —Por supuesto. Tu tío te trajo aquí hace... ¿cuánto era? Hace casi diez años, ¿verdad? —Se puso delante para guiarme a la vez que se acariciaba la barba—. Tenías poderes para mantener a salvo a los demás, al igual que nuestro amado Protector. Un poder impresionante, además de importante, sobre todo para un joven guerrero.

    —Sí, señor.

    La última vez que vine, de niño, pensé que el interior del hogar de Raduak era enorme, pero ahora me parecía demasiado abarrotado. En las paredes y el techo destacaban emblemas y estrellas distribuidos en patrones desconcertantes. Múltiples rollos y pergaminos se extendían por una serie de mesitas. Me agaché para no chocar contra un móvil colgante de lo que asumí que eran constelaciones.

    —Bueno, ¿has venido para pedirme que bendiga tu camino como guerrero? ¿O algún consejo sobre cómo utilizar esos poderes tuyos?

    Perdido en la duda, me apoyé contra una pared en la que había un enorme estante repleto de cartas y pergaminos. ¿Pensaría que no era lo suficientemente diligente si lo más importante para mí no fuera convertirme en soldado?

    —Vengo por otra cosa —admití.

    —¿Sí? —Tras detenerse para observar un pequeño astrolabio, Raduak se giró hacia mí—. ¿Por qué?

    Me puse firme.

    —Últimamente he sentido una... llamada. Algo diferente a todo lo que había conocido hasta ahora. Algo que va más allá de la ambición. Que me está hablando a mí, directamente. —Estaba titubeando, a pesar de haber repasado en mi mente lo que iba a decir mil veces de camino—. A lo que me refiero es que... He estado pensando en el Monte Targon. Quiero... quiero escalarlo.

    Se irguió sin cambiar la expresión, como si fuera lo más banal que hubiera oído nunca.

    —¿Y?

    Eso me desanimó. Pensaba que una confesión así se merecía algún tipo de reacción. ¿Hablar de abandonar todo lo que conocía hasta el momento y escalar una montaña infranqueable a riesgo de sufrir un final catastrófico no era lo suficientemente sorprendente?

    —Y... Supongo que me preguntaba si me podía ayudar a determinar si ese es el camino correcto.

    La expresión de Raduak se relajó hasta pasar a una de ligera diversión. Soltó una risita.

    —No puedo decidir tu camino por ti, Tyari. Puedo trazar el camino de las estrellas y tratar de averiguar su significado. Pero no adivino el futuro.

    Fruncí el ceño al sentirme ridículo de nuevo.

    —No, señor, claro que no. No quería decir eso. Solo que... ¿qué ve cuando mira a las estrellas? ¿Hay algo ahí arriba que pueda guiarme?

    Raduak sonrió. —¿Qué ves tú? —replicó, y de pronto el cielo pintado sobre nuestras cabezas cobró vida.

    Me quedé sorprendido al ver como los símbolos brillaban y descendían. Alcé la mano para tocar las estrellas, de pronto tan cerca, pero las atravesé sin más. Juraría haber sentido calor allí donde los puntos de luz me habían tocado. Me quedé mirando las estrellas, maravillado.

    —Dado que tus poderes sirven para proteger a los demás, te contaré la historia de Taric, el Escudo de Valoran —recitó Raduak. Su voz y su presencia, imponente y poderosa, inundaron la habitación—. El Protector no era rakkorano. Había nacido en Demacia, la ciudad de petricita que se encuentra al norte, a muchos kilómetros de aquí. Era un soldado y guardián, pero a pesar de eso apreciaba la vida y la belleza. Disfrutaba del esplendor de los bosques y las llanuras, de las canciones de los pájaros y de las obras de arte. Su corazón estaba lleno del amor que profesaba a todo aquello que hace que nuestro mundo sea tan hermoso.

    Conocía la historia de Taric. Muchos rakkoranos, entre ellos mi prima Anua, lo veneraban, pues vigilaba y protegía la vida y la belleza. No solía pensar mucho en él, puesto que yo había consagrado mi vida al Sol, y ella también protegía a su pueblo.

    Antes de llegar a la cima de la montaña y recibir un poder inmenso a través de un Aspecto, Taric era mortal. No sabía que había sido un guerrero antes de ascender. Nuestras historias ya estaban conectadas.

    —Durante su etapa de guerrero se permitió distraerse, y fue entonces cuando el enemigo aprovechó para atacar. —El cielo estrellado centelleó ante mí con cierto peligro; las estrellas se iluminaban para a continuación apagarse una a una—. Liquidaron al resto de los soldados, los compañeros a los que había jurado proteger. Aunque sabía que se enfrentaría a un castigo por su negligencia, lo que más le afectaba era cargar con el peso de la culpa por haberles fallado.

    "Shorin". Las diminutas estrellas se difuminaron y sentí como me rodaban lágrimas por las mejillas. Conocía esa culpa. Esa vergüenza.

    —Sentenciaron a Taric a subir al Monte Targon, aunque muchos esperaban que se acabara yendo al exilio, dada la dificultad de la tarea. No obstante, aceptó el desafío. Los demacianos no esperaban que lo consiguiera. Si lo hacía, obtendría la redención como recompensa. Pero, ¿cómo iba un simple mortal, que ignoraba el gran poder de la montaña, a enfrentarse solo al Monte Targon?

    Me froté la cara con el dorso de la mano. "Efectivamente, ¿cómo?".

    —Se enfrentó a muchísimos desafíos durante su viaje. Desafíos que pusieron a prueba su fuerza física, como corresponde a un soldado, pero también su voluntad. Visiones de los compañeros a los que había fallado. Vio a ejércitos reducir ciudades enteras a cenizas y derruir grandes obras de arte. Vio cómo la belleza y la vida de las que tanto disfrutaba se desvanecían una y otra vez. Y, aun así, no se rindió.

    —Y el Aspecto del Protector lo consideró digno.

    Los puntos de una constelación se unieron ante mis ojos mostrando el rostro de Taric. Sus ojos eran dos estrellas centelleantes, dos puntos de luz radiantes que brillaban más que el resto. No... No podía estar mirándome a mí, ¿verdad?

    Me volví y descubrí que Raduak me estaba mirando, esta vez con el ceño fruncido, como evaluándome.

    —Vuelve a mirar, Tyari —dijo con suavidad, señalando a las estrellas que daban vueltas. Le hice caso. Donde antes había oscuridad, ahora había luz. Vi mi propio rostro en las estrellas, cubierto por algo... o por alguien.

    En las formas que se entreveían en esta nueva constelación, atisbé una expresión bondadosa, llena de paz y de seguridad. No sabía quién o qué representaba, pero, extrañamente, sentía que estábamos en armonía.

    ¿Esa era... yo?

    —¿Quién es esa mujer? —susurré.

    —¿Qué es lo que ves, primo? —me preguntó suavemente.

    Intenté tocar el rostro.

    —No... se parece a nadie que conozca. ¿Es... es un Aspecto?

    —Podría ser muchas cosas —murmuró.

    El corazón me empezó a latir más fuerte. La vi. Me vi... a mí misma.

    —¿Ves tu rostro en las estrellas? —preguntó Raduak.

    Mi mirada se entretuvo en la constelación un segundo más antes de que desapareciera en el manto infinito de estrellas.

    Me emocioné muchísimo; no me salían las palabras. Con un gesto de Raduak, las luces desaparecieron y nos quedamos envueltos en la relativa oscuridad de la habitación.

    Me puso una mano amable en el hombro.

    —Eres tú quien tiene que interpretar lo que acabas de ver. El único consejo que tengo que darte es que sigas a tu corazón.

    Le di las gracias a Raduak y me marché con la cabeza hecha un hervidero. Mi aliento se convirtió en una nube de humo en el aire cuando salí de la vivienda y me dirigí a la ladera nevada. De vuelta a casa a toda prisa, no me atreví a observar el cielo que se extendía sobre mi cabeza por miedo a no volver a ver su rostro.




    Las pruebas empezaban en menos de dos semanas. La ceremonia de despedida, en una.

    Ya en casa, mientras caminaba de un lado a otro, volví a ver la constelación de la otra noche clara y brillante, aunque no la había visto antes de esa noche. Algo en ella resplandecía como un faro en la oscuridad de mi mente. De golpe, sentí como que era algo de mi esencia, algo que tenía que hacer y que aún no podía alcanzar.

    Intenté bloquear esa sensación. Lo que sea que fuese no podía tener nada que ver conmigo.

    Solo aquellos que tenían algo que demostrar se atrevían a escalar la montaña, pero, a ojos de mi pueblo, yo ya estaba a punto de ponerme a prueba. Iba a servir como guerrero hasta que ya no estuviera capacitado para ello. Luego, me retiraría o formaría una familia. Eso era lo... correcto. ¿No?

    En teoría, sí lo era... Y, aun así, había oído la llamada. Y ahora que la había escuchado, no podía silenciarla.

    Había quedado con mi prima Anua para comer. Ella me guiaría, sin duda.

    Cogí la capa de invierno y los guantes y me detuve un instante delante del espejo plateado de la entrada para ponérmelos. Ahí fue cuando vi mi reflejo.

    Vi mi propio rostro, pero había algo en mi pelo, en mi postura, que me recordaba a la mujer que había visto en las estrellas. Y, lo que es más, veía algo en mí que no había visto antes.

    Convicción.



    —Creo que es una necedad —me soltó Anua sin rodeos. Metió las puntas de los dedos en la taza de arcilla y, cuando casi habían llegado a la línea de agua, los retiró para no quemarse. Estiré el brazo por la mesa baja que había entre nosotros para alcanzar mi té, aunque no me lo hubiera ofrecido.

    —Una necedad —repetí débilmente. Una declaración directa, pero no esperaba menos de Anua. Hay quien hubiese esperando un poco más de misticismo de una vidente, pero yo sabía bien que no era una persona que se anduviera con rodeos.

    Hizo un ruido de asentimiento.

    —¿Por qué?

    —Es una decisión muy precipitada, Tyari. —Se llevó la taza a los labios para soplar el vapor de la superficie y dar un pequeño sorbo de prueba—. Nuestra gente se prepara durante toda la vida para el ascenso. Y tú simplemente te has encaprichado, parece.

    —No es ningún capricho, Anua. Vi algo en las estrellas. Un rostro. El mío. —Me esforcé en articular lo que había visto y sentido con dificultad—. Es una... llamada.

    —No es ninguna llamada —replicó al tiempo que sacudía la cabeza y hacía tintinear las piedras diminutas que llevaba en las orejas y en la melena roja y espesa, que llevaba recogida en una trenza. Me tensé. "Mi querida prima". Siempre tan directa.

    —Entonces, ¿qué dirías que es?

    Anua resopló.

    —Un delirio. Te has pasado demasiado tiempo soñando despierto en lugar de entrenar —dijo fríamente, y volvió a tomar un sorbo de té.

    —Ya he demostrado mis habilidades como acólito. Esta es mi oportunidad de perseguir algo que quiero por primera vez, en lugar de simplemente hacer lo que se espera de mí.

    —Recuerdo cuando eras un chiquillo rakkorano decidido a unirse a la infantería —indicó de forma astuta—. Serías un soldado excepcional. ¿Por qué quieres pedir más de lo que se te ha dado?

    —Sé lo que parece. —No me esperaba que me desafiara de esta forma y, ante su mirada inclemente, me costaba sonar tan convencido como me sentía—. Pero... He cambiado. A eso me refiero cuando digo que he sentido una llamada.

    Anua no podía ver, pero de todas formas consiguió lanzarme una mirada de desaprobación. —No es nada propio de ti ser tan impulsivo, y es absurdo que pienses que el tiempo que has pasado como acólito te permitirá realizar este viaje con éxito.

    —Taric lo hizo sin ni siquiera entrenar —rebatí, aunque enseguida me avergoncé al ver como se ponía rígida, como si la hubiera insultado.

    Se llevó la mano a las gemas que tenía colgadas del cuello con ademán defensivo. Gemas que, como yo sabía, ella y su orden pensaban que había sido un regalo del mismísimo Protector. —Tyari —dijo con la voz inexpresiva, baja; una advertencia.

    Fruncí el ceño.

    —Taric era un soldado, ¿no? Ese también ha sido mi camino.

    —Entonces sabrás que no estás actuando como debería hacerlo un soldado. ¿Dónde está tu honor, si te planteas darle la espalda al deber?

    Reprimí las ganas de llorar. "Es casi lo mismo que le dije yo a Shorin".

    —Taric y yo tenemos mucho en común —dije—. Si él pudo hacerlo...

    —Taric escaló la montaña para redimirse. Tú sigues el camino del honor. ¿Por qué querrías tirarlo todo por la borda? —me espetó Anua, frustrada, mientras gesticulaba con tanta vehemencia que parecía que iba a volcar la tetera. La aparté a un lado y se retractó—. Tyari, él no era un hombre cualquiera. No debemos hacer este tipo de comparaciones, y mucho menos intentar lograr lo mismo que él mediante... bueno, mediante medios extraordinarios. Posó su taza con fuerza sobre la madera pulida de la mesa, que sabía que había fabricado su padre. Otra reliquia de familia. Otra expectativa tácita. Me hervía el rostro. Pasamos un largo momento en silencio.

    —Lo siento, primo —dijo con vacilación—. Tu familia te quiere. Y yo también. No podría soportar que acabaras malherido, o peor... —Se estremeció.

    —Anua. —Estiré el brazo para darle la mano—. Cabe la posibilidad de que eso suceda, sí, pero... —suspiré—. La fe que tienes en el protector de tu orden... tenla también en mí. Déjame tu fuerza y la suya. Él me animaría a hacerlo, ¿no es así? No quiero escalar la montaña sin tu bendición. Tu fe es lo que me ayudará a sobreponerme a los obstáculos.

    Anua se quedó en silencio un instante. Se rozó las gemas del cuello con los dedos y se giró para darme la espalda.

    —Nos criaron juntos. Somos como hermanos. Por eso mismo no te daré mi bendición. Porque te quiero. —Frunció los labios—. No cuando sé que es posible que mueras antes de que tu vida haya comenzado de verdad.

    Agaché la cabeza. Me estaba rompiendo el corazón. Sentía un persistente y violento latido en la sien. Tragué saliva para ver si desaparecía el nudo que tenía en la garganta.

    —Anua...

    —No tengo nada más que decir al respecto.

    Apreté los dientes para intentar evitar que las lágrimas se me derramaran por las mejillas. "¿Cómo puede asegurar que me quiere si ni siquiera intenta entenderme?". Sentía que mi viaje estaba llegando a su fin sin haber llegado a empezar.

    —Muy bien —dije a la vez que me levantaba lentamente y posaba mi taza sobre la mesa—. Entonces lo haré sin tu bendición.

    No respondió y bajó la mirada al suelo mientras yo me detenía un momento a la espera de una disculpa o unas palabras antes de que me marchara... No dijo nada.

    —Adiós, prima —dije con un nudo en el estómago mientras cogía la capa y los guantes. Me giré y me marché rápidamente cerrando la puerta con suavidad a mis espaldas.

    Respiré hondo y me adentré en el camino nevado. El frío en la cara me sentaba bien; era refrescante después de toda esa tensión. Bajé la cabeza y dejé escapar un sollozo.



    Ahora que las pruebas estaban tan cerca, la mayoría de los acólitos estaban deseosos por entrenar, y yo practicaba ejercicios con ellos hasta que mi mente y cuerpo acababan agotados. Era mucho mejor que lidiar con mis pensamientos.

    Estaba enfadado. Y desesperado. ¿Estaría Anua en lo cierto? Después de todo, quería protegerme. Aun así, no podía dejar de pensar en la montaña. Quería averiguar lo que escondía el camino. Pero ¿cómo podía hacerle eso a mi familia?

    Le daba vueltas una y otra vez. Intenté luchar contra dichos pensamientos con la ayuda de los entrenamientos. Cuando aparecían, intentaba cortarlos de raíz; levantaba el escudo para esquivarlos y me lanzaba a entrenar.

    Me despedí del último de los acólitos al acabar la tarde y, aunque me elogiaban por mi forma física con entusiasmo y calidez, sus palabras me parecían vacías. Solo cumplía con mi desalentador deber.

    No fue hasta que escuché a alguien arrastrar los pies que me di cuenta de que Shorin se acercaba, con paso lento y desigual debido al bastón. ¿Cuánto tiempo llevaba observándome? Me enojé, sintiéndome vulnerable, resentido y culpable.

    —¿Tan mal lo hago? —le espeté, pero Shorin se limitó a sonreír y mi rabia se esfumó en un instante—.

    —Ya sabes que lo haces perfectamente.

    Su tono era calmado, lo que hacía aún más evidente su naturaleza bondadosa. La culpa que sentía se duplicó gracias a mi impaciencia sin sentido.

    —Anua me ha dicho que fuiste a visitarla.

    Dirigí mi atención hacia el suelo, en parte para ocultar cómo me sonrojaba, y le di una patada a una piedra.

    —¿Y? ¿Es esto lo que quieres de verdad, Tyari? —me respondió Shorin con tono amable.

    Mantuve la cabeza gacha y los hombros caídos. De pronto, la lanza me pesaba demasiado y dejé que la punta se hundiera en la nieve. ¿Qué podía decir? Esta decisión me pesaba tanto como la lanza. Me resultaba imposible saber qué hacer.

    —Shorin...

    Luché por encontrar las palabras correctas. Estaba preparado para decirle a Shorin que quería cumplir con mi deber como acólito, pero no conseguía mentir. Otra vez no.

    —Nos guiamos por constantes, como el Sol y las estrellas. Tenemos evidencia de la influencia de estos elementos; podemos observarlos. —Me giré y bajé el escudo—. ¿Cómo puedo tomar esta decisión si solo me puedo guiar de mi intuición?

    Shorin se acercó a mi lado y me puso la mano en el hombro. —Amigo mío —comenzó—. Si solo vivieras como los demás esperan y de una forma que el resto entendiera, ¿serías feliz?

    Parpadeé con la luz de sol en los ojos. —No, pero...

    —¿Y serías feliz si simplemente encontraras una pareja y vivieras el resto de tus días en una aldea de la ladera o una granja de los valles?

    —No.

    —No te imagino de granjero, la verdad —bromeó. Con más seriedad, Shorin me dio un suave codazo y volví a levantar la cabeza.

    —Veo lo mucho que estás sufriendo, Tyari.

    A pesar del calor que hacía ese día, me entró un escalofrío. Me conocía de verdad. No dije nada.

    —Sufres por no saber, pero más aún por no perseguir aquello que te está llamando. —Me agarró del hombro y me dio una pequeña sacudida—. La incertidumbre no es indecisión, amigo mío. Aspirabas a convertirte en soldado para proteger a aquellos que amas, pero también hay que amarse a uno mismo... y eso solo lo puedes hacer si honras a tu corazón.

    Después de que Shorin se marchara, me quedé en el polvoriento valle, incluso cuando hubo anochecido. Esa noche, la luna no era más que un hilo y eran las estrellas las que iluminaban el cielo nocturno.

    Cerré los ojos, pensando en la constelación que Raduak me había mostrado. Entonces levanté la mirada. Allí, en la periferia de mis ojos, volví a ver el rostro. El rostro de ella. El mío.

    Me sonrió, y en esa sonrisa se escondía una promesa; la certeza que había estado esperando.

    Repasé lo que Shorin me había dicho, y también Raduak e incluso Anua. No necesitaba saber a dónde me llevaba mi camino. Me bastaba con saber que era el camino que debía tomar. En silencio, apodé a la mujer del rostro la Viajera y supe, en el fondo de mi corazón, que debía seguirla hasta donde quiera que me llevara.

    Recogí las armas y me quité la armadura de los Solari a sabiendas de que sería la última vez.



    Me encontraba al pie de la antigua escalera que llevaba al enorme umbral, en medio de un pequeño grupo de escaladores. Nos acompañaba un sacerdote de los Solari con un bastón que nos otorgaba bendiciones antes de que hiciéramos el juramento.

    La ceremonia era tan adusta y sombría como podía serlo para tratarse de una celebración. En frente de nosotros aguardaba el grupo de espectadores y familiares. Bajo el sol de mediodía, juramos renunciar a todo aquello que dejábamos atrás: nuestras casas, los bienes materiales y nuestras antiguas promesas; todo a cambio de la libertad de poder escalar la montaña. Dado que ninguno podría dar con nuestros cuerpos o enterrarnos si fallábamos, el sacerdote nos echó una pizca de tierra sobre la cabeza. Una última despedida.

    Lo único que quedaba por hacer era cruzar el umbral, lo que haría oficial nuestra marcha. Sin embargo, aquella era la última vez que íbamos a poder hablar con nuestros amigos y familia. Me temblaban las manos mientras agarraba con fuerza el bastón que me había dado mi tío cuando, de niño, mostré mis poderes por primera vez. Dijo que me acabaría acostumbrando a él. Tenía razón.

    No me había atrevido a decirle a Anua que iba a realizar el ascenso, así que se lo había dicho a su padre, mi tío, que recibió la noticia con sombrío estoicismo. Aunque no esperaba que viniera, la busqué entre el gentío de todas formas.

    Solo vi a Shorin. Me alegré, aunque mi júbilo estaba empapado de tristeza. Anua no había venido.

    Pero me armé de valor y me centré en la determinación que sentía por emprender el camino que se extendía ante mí.

    Contemplé a otro rakkorano que iba a realizar la travesía, que no conocía de nada. Quizá fuera un joven de alguna aldea lejana. Lucía el atuendo de devoto del santuario de la montaña, así que deduje que su caminata tenía un propósito religioso. Puede que buscara poder, gloria o suerte, pero no iba a preguntar y quería evitar hacer suposiciones. Después de todo, los motivos por los que yo subía eran personales. No era quien para juzgar los de los demás.

    Me hubiera gustado prestar más atención a lo que decían los sacerdotes de la ceremonia, pero no conseguía concentrarme. Había estado repasando mi ruta que, teniendo en cuenta que no sabía lo que habría en los niveles superiores de la montaña, estaba relativamente bien planeada. Había gente que se había aventurado a subir la montaña y había vuelto para contarlo, pero nadie que hubiera ido más allá de cierto punto. Incluso entonces, decían que el paisaje de la montaña se volvía un laberinto imposible de representar debido a su naturaleza cambiante.

    Ponía a prueba la voluntad de cada uno, como bien había dicho Raduak.

    Volví a hablar con Shorin una vez más. Me deseó lo mejor con el mismo semblante alegre de siempre. Era extraño; me sentía como si le hubiera quitado el puesto, pero elle no quería verlo así. Parecía feliz de verme allí e ignoró mis disculpas y agradecimientos con amabilidad y contundencia.

    —El entrenamiento que has recibido te ayudará en los peores momentos —dijo Shorin con una seguridad que yo no sentía mientras le echaba un vistazo al mapa que llevaba noches estudiando y anotando—. Ya has superado un sinfín de pruebas. La más importante de ella la de confiar en ti mismo. —concluyó mientras me señalaba el pecho con el dedo.

    Nos abrazamos y ambos empezamos a llorar, conscientes de que era poco probable que nos volviéramos a ver. Pero, si alguien entendía por qué tenía que hacer eso, era Shorin. Le miré marcharse lentamente con la ayuda de su bastón, despidiéndose de amigos y familiares que yo seguramente no volvería a ver... A pesar de todo, me sentía aliviado.

    Ya no quedaba mucha gente y los escaladores estaban empezando a irse. Todos iban por su cuenta, cada uno hacia un camino diferente. Pronto conocería esa misma independencia. Respiré hondo y me preparé para atravesar el umbral cuando, de pronto, vi cómo se acercaba Anua con la ayuda de su padre.

    Pensaba que ya no me quedarían lágrimas hasta llegar a la cima del Monte Targon, pero, al verla, volví a romper a llorar. Debió de oír mi llanto estrangulado de alivio, porque sonrió levemente al reconocer mi voz.

    —Tyari —dijo con suavidad. Le cogí la mano para colocársela en mi pecho y cubrirla con las mías.

    —Prima —conseguí decir, a la vez que tragaba con fuerza y me limpiaba las lágrimas—. Has venido.

    Asintió con vacilación.

    —Reflexioné sobre lo que dijiste. Aún no logro comprender todo esto, Tyari..., pero puedo aceptarlo. Porque es lo que deseas y porque siempre te querré. Si una pequeña bendición puede ayudarte durante el camino, sería de necios no otorgártela.

    Sacó un colgante casi idéntico al que llevaba, compuesto de cristales azules que repicaban con suavidad.

    —Le pedimos al Protector que proteja a nuestro amado primo —murmuró mientras alzaba el collar hacia el cielo—. Taric, actúa como escudo contra aquello que nos quiere dañar. Ayúdanos a encontrar nuestro camino. Préstanos tu fuerza para que logremos resistir. —Bajó el colgante y me lo puso alrededor del cuello—. En especial a nuestro primo..., pero también a los que nos quedamos atrás.

    Cerré el puño alrededor del colgante. Los cristales estaban fríos y algo ásperos.

    —Gracias. Gracias, Anua. Esto significa mucho para mí. Prometo llevarlo siempre. Me sentía ingenuo al preguntarlo, pero lo hice de todas formas.

    —Esto... ¿me protegerá?

    Anua sonrió con tristeza. —Eso espero, primo.

    Me despedí de ella y, muy pronto, ya se habían perdido entre la multitud.

    Entre aquellos que todavía no habíamos partido, vi a una joven solitaria. No conocía las vestimentas que llevaba. Claramente, su atuendo estaba pensado para protegerla del frío, pero no era de colores terrosos, como los que llevaría la gente de la montaña, ni contaba con mucha armadura, como lo haría el uniforme de alguien de tierras militares. De vez en cuando alzaba la vista como si recorriera el horizonte en busca de una cara amiga, pero a continuación volvía a centrarse en su mochila, sus objetos y su vestimenta, preparándose para la subida.

    Sentí una punzada de tristeza. A sus pies no había ningún regalo. Estaba completamente sola. Aunque su rostro mostraba determinación, no conseguía esconder la tristeza que yacía debajo. Y aun así... aquí estaba.

    Reflexioné sobre lo afortunado que era por tener amigos y familia que me apoyaran en un momento tan importante. Sin duda, podía ayudar a otros a sentir lo mismo.

    Después de todo, es lo que haría el Protector.

    Me acerqué a ella e intenté que mi nerviosismo pasara por entusiasmo.

    —Hola —dije, sonriendo, y ella me examinó el rostro como si esperara que ese saludo amistoso fuese falso—. Te he visto en la ceremonia de despedida. Me ha sorprendido ver a alguien en la montaña que no fuese rakkorano.

    —Cierto, no soy rakkorana —respondió, aun analizando mi expresión. Tras un instante más de firme optimismo por mi parte, me dedicó una pequeña sonrisa y me miró de arriba abajo.

    —¿Cómo te llamas?

    —Tyari —dije, y le tendí la mano enguantada.

    Me la apretó. Era un apretón firme, propio de una guerrera.

    —Haley —respondió—. Un placer conocerte, Tyari. Entonces, ¿vas a subir la montaña?

    —Sí —asentí, para después añadir—. Contigo, espero.

    Haley alzó las cejas, esta vez no con sospecha, si no sorprendida de verdad. —¿Quieres ir conmigo?

    —Supongo que, si queremos llegar a la cima, tendremos más posibilidades de lograrlo si trabajamos juntos.

    Se quedó sin palabras. Esperé apoyado en el bastón.

    Tras unos instantes, asintió.

    —Había otra persona en la ceremonia. Otro forastero, como yo. Creo que era de Demacia... Emir. Parecía que no era la primera vez que escalaba una montaña. Quizá quiera unirse a nosotros. Con tres personas ya es más probable que lo logremos. ¿Qué opinas?

    Sentí cómo me emocionaba. —Me parece muy buena idea.

    —Bien. Iré a buscarlo. —Empezó a alejarse, pero luego se detuvo y me miró. Su leve sonrisa se fue ampliando poco a poco—. Me alegro de que vayamos a viajar juntos. Pareces muy... decidido, como si ya conocieras tu camino.

    Le devolví la sonrisa con algo de timidez, lo que provocó que soltara una carcajada.

    —Emir y yo te esperaremos en las piedras de despedida.

    —Allí estaré.

    La observé mientras se perdía en medio de la multitud cada vez más pequeña y que dentro de poco desaparecería en el horizonte, al igual que los contornos y formas que había conocido durante toda mi vida: desvaneciéndose a lo lejos mientras subíamos por las peligrosas laderas del Monte Targon. También dejaríamos atrás las dudas y el miedo.

    Me envolvió un sentimiento de certeza.

    Mi viaje empezaba aquí y acabaría en la cima. Sabía que cualquier cosa que me encontrara en el camino merecería la pena.