Short Story
Los ojos y las brasas
por Conor Sheehy

Los ojos y las brasas

por Conor Sheehy

Desplázate para comenzar

Los ojos y las brasas
por Conor Sheehy

Corre.

Corrió tan rápido como pudo, los pies ensangrentados golpeando la tierra debajo. Atravesó otra zarza espesa. Más espinas se clavaban en sus ropas desgarradas. Más rasguños. Más sangre. Más dolor.

Los pulmones le quemaban. Jadeó con dificultad, suplicó descansar, pero la voz dentro de su cabeza exigía más.

Corre.

Había escapado apenas hacía un día, pero tantas cosas habían pasado desde entonces. Primero, había escuchado a los profesores gritando su nombre por los terrenos del conservatorio. Luego, a los perros, que ladraban mientras ella huía rápidamente por la orilla del río Gren.

Llegó la noche y con ella los sonidos distantes de los jinetes, retumbando a través de la oscuridad. Había perdido su bolso, junto con lo poco que había logrado robar de las cocinas del Conservatorio Floroscura: dos manzanas, el último pedazo de pan y medio trozo de queso que olía como si lo hubiesen traído desde Nockmirch. Suficiente como para un par de días, pero no mucho más. Dioses, cómo rugía el hambre. Juntó bayas, mordisqueó ramitas y bebió de las hojas el agua de lluvia.

Había tan poca paz. Con cada pausa, cada vez que permitía que el agotamiento se apoderara de ella, la voz en su interior hablaba de nuevo.

Corre.

Cayó al piso al trastabillar con una raíz que sobresalía y aterrizó con la fuerza suficiente como para que se le rompiera algo. Con los dientes apretados, gritó. El dolor le perforó la pierna y le subió por el cuerpo. Luego, despacio, con cada latido, se fusionó con el resto. Le dolía todo. Le quemaba todo.

Por un momento, permaneció allí, con la cara enterrada en el lodo. La lluvia nocturna caía sobre su cuerpo estropeado, llevándose con ella lágrimas y sangre.

Corre, dijo la voz, más enojada ahora.

Por fin, ella respondió. ''¡No puedo!'', gritó con la voz tan desgarrada como el resto de su cuerpo. ''¡No puedo!''.

La voz se acalló.




El tiempo transcurrió. El agotamiento y el dolor se entrelazaron y la enviaron a dormir.

En sus sueños, vio destellos de lo que había pasado antes. La directora Telsi de pie en su dormitorio, el Juez de las Espinas a su lado. ''Fuiste elegida'', dijo Telsi. ''La guerra en Jonia requiere nuevas armas. Viejas armas''.

Las manos ásperas del Juez sobre sus sienes. Destellos de fuego en su visión.

La fiebre. El calor. La voz.

La voz.

Despierta.




Se despertó sobresaltada y giró hacia un costado, buscando el peligro. La lluvia se había detenido y un silencio calmo se había apoderado del bosque, roto solo por el viento que aullaba entre los árboles y el ulular distante de una lechuza.

No había peligro. Al menos no por ahora.

Despacio, con los brazos cansados, se incorporó y se acostó boca arriba. La rodilla le crujió de nuevo y le provocó puntadas de agonía en toda la pierna. Pudo contener el grito hasta que el dolor volvió a ser ese antiguo latido leve.

Levantó la mirada hacia las ramas oscilantes y vio estrellas entre las nubes. Recuerdos de tiempos más felices inundaron su mente. Recordó estar acostada en los campos de Fensworth con su abuela mientras nombraban las constelaciones en el cielo. El Zorro. El Mentiroso. La Esperanza. Ahora, sobre su cabeza, brillaba la Bruja, su favorita. La emoción brotó en su interior. Dejó escapar un sollozo, que se convirtió en vapor por el frío invernal.

Frío. ¡Frío! No lo había notado, pero el frío le había entumecido los dedos de las manos y los pies. Se estaba congelando. Se paró rápidamente y se abrazó a sí misma, limpiándose el barro húmedo del cuerpo lo mejor que pudo. Respiró agitada y el pánico se apoderó de ella. Empezó a temblar.

La voz habló de nuevo. Una nueva palabra.

Fuego.

Rengueaba de árbol en árbol en la oscuridad, buscando ramas, hojas secas o algo que pudiera quemar. Pero la lluvia había cubierto por completo el suelo del bosque y todo estaba empapado.

El temblor se detuvo. Su dolor desapareció. Estaba a punto de rendirse y sucumbir al frío cuando adelante, en un pequeño claro, vio la luz de luna reluciendo sobre el tocón resbaladizo de un gran árbol caído. Entrecerró los ojos, miró con más detenimiento y vio una muesca profunda tallada en la superficie.

El corazón le dio un vuelco. ''Un árbol marcado... ¡Un árbol marcado!''.

En su juventud, ese tipo de árboles eran muy comunes. Esparcidos por los bosques, los exploradores del imperio los usaban como marcadores, y en ellos escondían comida en conserva y otros suministros para acampar. Despacio, se acercó cojeando, cada paso una agonía, hasta llegar al tocón. Hurgó dentro del agujero, esperando encontrar algo, cualquier cosa que pudiera ayudarla.

¡Allí! Cerró los dedos congelados alrededor de algo delgado y frágil. Leña. Sacó un manojo de ramas, atadas prolijamente con cordel. Adentro había más cosas: un pedernal, hojarasca, carne seca y un puñado de hongos salvajes.




Muy pronto, el fuego ya estaba encendido. Se sentó frente a los primeros chispazos, abrazándose las rodillas y masticando carne con la mirada perdida. Estaba vieja y apenas comestible, pero no le importó. Con la amenaza del peligro inminente atenuándose, se permitió un momento para pensar.

''La directora Telsi debe estar furiosa'', pensó, mientras veía las llamas fulgurantes. La anciana era un ser frágil y severo, con un rostro arrugado y demacrado que mostraba más fácilmente un ceño fruncido que una sonrisa. Ya habría cerrado el conservatorio y enviado contingentes a buscarla.

''Oh, Fynn'', suspiró.

Él era el Primer Explorador del conservatorio, un hombre amable con bellos ojos que encontraba gente como ella, gente con dones, y les ofrecía un hogar. Él había llegado a la cabaña de la abuela de ella apenas unas semanas después de su muerte, cuando los otros aldeanos no hacían otra cosa más que exiliarla. A pesar de que en casi todo el imperio apreciaban el valor de los magos, otros asentamientos más remotos como Fensworth seguían aferrados a antiguas desconfianzas. Bruja, la llamaban. Bruja. Recordaba todas esas miradas llenas de odio. Recordaba suplicar por ayuda. Todas las puertas se cerraban en sus narices. La soledad.

Y luego, un día de verano, Fynn Retrick había llegado y le había ofrecido algo hermoso: esperanza.

Pateó el fuego con la pierna sana. La madera crepitó y las llamas bailaron nuevamente, calentándole el rostro. Dirigió la mirada de nuevo a la luz titilante, ensimismada en sus pensamientos.

Sin duda, Fynn no podría haber sabido lo que haría Telsi. Era tan amable conmigo. Era tan...

Hizo una pausa, percatándose de algo extraño frente a ella. El fuego parecía adoptar una forma, creando una silueta difusa por un momento, antes de colapsar por completo. Frunció el ceño y siguió observando cómo esto ocurría una y otra vez. La misma silueta, el mismo colapso.

Alzó la vista por encima del fuego y advirtió dos agujeros oscuros en las incipientes llamas. Permanecían quietos y negros como la noche, sin importar cuán brillantes fueran las llamas a su alrededor. Miró más de cerca. No, se dio cuenta de que no eran agujeros.

Eran ojos.

Amoline.

Se paralizó al escuchar su propio nombre. Las llamas crecían, pero los ojos se mantenían inmóviles, fijos en ella. Les devolvió la mirada, con la piel erizada.

''¿Qué…? ¿Qué es esto?'', preguntó Amoline con voz temblorosa. Pero lo sabía. Recordaba cómo lo había llamado la directora Telsi. El Don. Algo que volvería más fuerte a Amoline, que la convertiría en algo más que solo una maga.

''Eres una reina'', le había dicho Telsi, ''y esa es tu corona''.

Amoline.

La voz crecía con las llamas. La voz se agitó en su interior, sacudiéndole los huesos.

Testigo.

El fuego comenzó a oscilar, creando formas y patrones que le hicieron pensar en eventos que nunca antes había visto.

Allí. Una catedral de piedra, alta y magnífica. En la entrada, luchaba un titán con armadura, dispersando a los desesperados guerreros mortales frente a él con un mazo pesado y cruel. A su lado, se encontraban dos bestias aterradoras: una hecha de sombras; la otra, de fuego.

Testigo.

Amoline se sentía atraída a la segunda bestia. Miró más de cerca. Era enorme, con múltiples brazos anchos y ardientes, y un cuerpo palpitante. Gritaba a viva voz, rugiendo con una ira que retorcía y marchitaba a sus enemigos con fuego profano.

Las llamas resplandecían frente a Amoline. Una mujer pálida sonreía. A sus pies yacía el titán de metal, destruido. Las dos bestias que le servían estaban abatidas y se vieron obligadas a retroceder. Figuras encapuchadas las rodeaban, cantando en una lengua que le resultaba desconocida. Cuánta rabia tenían. Amoline las vio tambalearse. Vio cómo su fuerza se debilitó hasta que su poder se redujo a dos gotas, pequeñas como la lluvia.

Amoline siguió la gota de fuego enfurecido, atrapada ahora en un pequeño frasco protegido. Pasaron días, meses, años. Permaneció intacta, bajo llave. Menguando. Desesperada. El espíritu decayó. La luz comenzó a apagarse. Sus rugidos se convirtieron en lamentos.

Amoline sintió algo inexplicable en lo más profundo de su ser. Era lástima.

Las llamas resplandecieron de nuevo. Vio al Juez de las Espinas viajando en silencio dentro de un carruaje. Más adelante, se alzaba el gran Conservatorio Floroscura. La gota de fuego cayó de su envase sobre una frente descubierta.

Luego hubo gritos, cadenas y fuego.

Fuego.

''¡Alto!'', gritó una voz y Amoline salió de su trance.

Los dos ojos negros llameaban con ira a unos centímetros de su rostro. Sintió algo debajo. Calor. Al bajar la vista, Amoline notó que estaba parada sobre la fogata, y las llamas le lamían los tobillos. Justo cuando empezó a sentir el dolor, justo cuando abría la boca para gritar, una figura encapuchada la chocó de costado y la derribó.

Se estrelló contra el barro, tosiendo por el humo y las brasas del fuego. La figura se puso de pie. Era un hombre y respiraba con dificultad.

''Por todos los dioses, mujer'', jadeó. ''¿Qué estabas haciendo?''.

Amoline se apartó, el humo aún le quemaba la garganta. Quedó allí tendida, tosiendo abatida, hasta que los pinchazos que sentía en los pulmones se calmaron. Finalmente, habló. ''No puedo volver'', dijo con voz débil y afónica. ''No sabes lo que ella me hizo''.

Sintió cómo la mano de aquel hombre se posaba en su hombro. ''¿Quién?''.

''La directora Telsi'', respondió Amoline. Cerró los ojos con fuerza, esperando sentir los grilletes de acero en las muñecas una vez más.

''¿Quién?'', repitió él y esta vez se notó la confusión en su voz.

Amoline se dio vuelta y se encontró con un hombre delgado que la miraba desde la penumbra, con ojos llenos de preocupación. Era un extraño para ella... y, evidentemente, ella lo era para él.

''¿Quién eres?'', preguntó ella.

El hombre giró y se sentó en el árbol caído a su lado. ''Me llamo Gregori'', comenzó, con toda la tranquilidad posible. ''Solo soy un viajero que se dirige a la frontera. Nada más''. La analizó por un momento. ''¿Y tú?''.

''Amoline''.

''¿Estás herida, Amoline?''.

Ella se miró las piernas. Las suelas chamuscadas de sus botas habían absorbido la mayor parte del calor del fuego y sus cordones habían sucumbido ante las llamas de la fogata. Tiró del cuero chamuscado para examinarse los pies... y los encontró ilesos, excepto por las ampollas y los moretones que se había ganado al huir del conservatorio.

Frunció el ceño.

''Solo me lastimé la rodilla'', murmuró, dejando las botas arruinadas a un lado. ''Pero no fue por...''

Miró hacia donde el fuego había ardido y vio las ramas esparcidas por la caída. Ya solo quedaban el humo y las brasas de la fogata, que brillaba sin fuerza mientras se acercaba el amanecer.

Amoline buscó los ojos oscuros, pero no encontró nada.

''Bueno, entre eso y tus pies descalzos, ya tienes dos razones para no viajar a pie, ¿no?'', dijo Gregori. Miró a Amoline con cuidado, con desconfianza. Pero en la incipiente luz del alba, solo vio a una mujer joven y desesperada. ''Mi carreta está cerca'', dijo señalando a través de los árboles. ''Podría llevarte al pueblo más cercano. Los sanadores podrían...''.

''No''. Amoline lo rechazó rápidamente. Las ciudades eran muy peligrosas, especialmente allí. Los exploradores de Telsi podían estar esperándola.

''Bueno, no te dejaré así''.

Miró a Gregori de nuevo, buscando una insignia o un broche o un patrón en algún lugar de su vestimenta que se pareciera al sello de Floroscura. Nada. ''Deberías'', respondió ella.

Gregori asintió lentamente. ''¿Te gustaría comer algo por lo menos? Tengo un pastel de carne en mi carreta, recién sacado del horno del panadero dos aldeas atrás''.

Amoline se quedó callada un momento, tratando de disimular los rugidos de su estómago. Pero fracasó.

''Sí'', admitió. ''Me gustaría''.




Para cuando ambos terminaron la comida, el amanecer había llegado por completo y un gélido sol de invierno se colaba a través de la torcida línea de árboles. Junto con el pastel, Gregori le compartió una jarra fría de leche de vaca y un puñado de castañas caramelizadas. Después, se sentó con Amoline en el tronco del árbol marcado y esbozó un mapa deforme de Noxus en el barro, en donde señaló todos los lugares que ya había visitado en sus viajes. Amoline lo miraba inmóvil. Este hombre, Gregori el Gris, era un sujeto vivaz y enérgico. Su anécdota sobre los ebrios susurradores de rocosos de Basilich dio origen a un atisbo de sonrisa en el rostro de Amoline, aunque débil y fugaz.

Una vez terminadas sus anécdotas, el silencio se apoderó del pequeño campamento. Gregori se recostó y observó la fogata arruinada. ''¿Me contarás lo que pasó?'', preguntó con la suavidad de una hoja.

Amoline frunció los labios.

''Muéstrame a dónde vas'', le exigió, ignorando su pregunta y señalando el mapa de tierra con un pie. Gregori asintió. Tomó su rama carbonizada y apuntó con ella al borde del dibujo.

''Allí'', dijo. ''Más allá de las montañas. Tan al norte como sea posible''.

''¿Qué hay allí?''.

Gregori se encogió de hombros. ''Nada. Llanuras, valles. Espero construir mi hogar allí''. La miró. ''¿Y tú? ¿A dónde te llevarán los vientos?''.

Amoline agachó la cabeza, pensativa. Había pensado en Drugne o incluso en algún lugar de la distante Tokugol... pero ahora, a plena luz del día, ambos sitios parecían muy cercanos, muy obvios. No podía confiar en sus antiguos vecinos de Fensworth y dirigirse al sur, hacia la capital, solo equivaldría a tentar al destino. Amoline recordó una frase que con frecuencia había escuchado decir en el conservatorio.

La Rosa está en todos lados, todos son la Rosa.

No. Tendría que ir a algún lugar nuevo. Algún lugar inexplorado.

''¿Me...?'', comenzó a decir con la mirada fija en el barro. ''¿Me llevarías contigo?''.

Gregori se quedó en silencio. Amoline se volteó despacio y vio que él la estaba mirando con las cejas levantadas.

''Podría irme una vez que lleguemos a la frontera'', continuó ella. ''No seré una molestia. Puedo cazar y cocinar. Puedo...''.

Gregori levantó la mano, riendo dulcemente. ''Te llevaré tan lejos como quieras, Amoline, con una condición''. Amoline esperó mientras él se inclinaba hacia ella. ''Es un largo camino al norte. ¿Me contarás algunas de tus anécdotas?''.

''No te gustarán mis anécdotas, Gregori el Gris'', suspiró ella.

''Tal vez no, pero aun así me gustaría oírlas''.

Para cuando llegó el mediodía, Gregori ya había montado su caballo y reanudado su viaje, con Amoline escondida entre las bolsas de comida y la leña suelta en el carro detrás de él. El bamboleo del carro, el calor de la manta y su propio cansancio pronto sumergieron su espíritu en un sueño profundo una vez más.

La oscuridad la envolvió y, en su sueño, por fin pudo atreverse a soñar con una tierra tranquila y silenciosa lejos de todos quienes deseaban lastimarla.